martes, enero 30, 2007

“YO S.A” O LA EXACERBACIÓN SUICIDA DEL YO

Desde que el ser humano descubrió los dominios del yo como territorio para la exploración y el placer -algo de lo que tenemos noticia fidedigna desde la época socrática y no desde Montaigne, como parecen postular otros- los occidentales no hemos cesado en nuestro empeño escrutador. Pero la actitud con que se ha realizado este acercamiento ha cambiado sustancialmente desde entonces. La “terra incognita” del yo se empezó abordando con una curiosidad respetuosa, discreta, posibilista aunque siempre algo desconfiada: se intuían los encantamientos de la reflexividad y se temía el poder distorsionador de la hybris humana. Más tarde, se creyó descubrir en la acción directa e insistente sobre el yo una estrategia eficaz parar ajustar y reajustar constantemente esta porción decisiva de la existencia al legado sapiencial de la tradición y alcanzar así una vida superior . El yo requería una acción constrictora, ordenadora, limitadora, educadora. Desde entonces, hemos entendido que este poder singular era el que confería al ser humano su dignidad específica.

Sin embargo, esta confrontación permanente y cada vez más sutil con el ego permitió descubrir sus asombrosos potenciales y se extendió la fascinación ante la ampliación constante de sus posibilidades. El recinto del ego multiplicó su espacio y, desde entonces, recorrerlo y habitarlo hasta sus últimos confines se convirtió en la más tentadora y absorbente aventura humana.

Hasta aquel momento, sólo se había considerado correcto acceder al ego para disciplinarlo y adecuar sus obras al orden superior de la tradición. Era algo que se hacía desde el mundo exterior –normas, tradición, prójimo-, el ámbito donde se consumían los afanes legítimos del hombre.

Pero, entonces, algunos se decidieron a instalarse en su interior y empezar a gozar de sus tesoros sin mayores contemplaciones, ni restricciones. Erigieron el ego y sus reverberaciones en la única instancia válida de referencia y cuestionaron recelosamente la herencia del pasado.

También hubo quienes se instalaron en el recinto del ego sin desprenderse del pasado y sus restricciones, pero para ellos la vida superior pasó a ser algo íntimo que se resolvía solipsistamente: en su intimidad y desde su intimidad.

En cualquier caso, la empresa del ego entró en una ebullición espectacular y arrolladora, poseídos por ese “todavía más” que parece ser la marca distintiva de Occidente (Sloterdijk dixit). “Liberados” del peso del pasado y librados a su particular inercia la desbordante explosión de los egos se tradujo en una plaga multiforme que asola desde entonces todos los estratos de la existencia, volatilizando toda estructura creadora de orden y de sentido.

De la desconfianza ante el ego se pasó a la reverencia ante cualquiera de sus productos y manifestaciones, desviando la actitud de sospecha y desconfianza a todo cuanto pueda limitar y constreñir el despliegue irrestricto de los egos (entendido ahora como libertad). La protección y potenciación de los egos se convirtió en un deber moral irrenunciable y la política asumió como una de sus tareas prioritarias favorecer esa eclosión, reduciendo al mínimo las posibles colisiones. La educación dejó de ser correctora y limitadora y se transformó en ingeniosa y benevolente estimulación de los egos. Ciencia, técnica, arte, literatura, etc. rindieron culto a la creatividad genial de los egos.

La pasión por los egos incluso propició la investigación de los mecanismos de culpabilización que a veces les atenazaban y les impedían expandirse satisfactoriamente. Se “descubrió” que cualquier acción aparentemente reprobable atribuida a un ego, merecía comprensión y disculpa, porque siempre derivaban de un juicio adverso discutible y de procesos y circunstancias específicas que le excusaban plenamente. Nadie podía arrogarse un juicio objetivo sobre los egos y todos merecían igual respeto y reconocimiento. El mundo entero acabó por inclinarse ante el poder de los egos en combustión y la economía puso los recursos del planeta a disposición de su voraces apetitos.

Pero, este juego incesante está empezando a dar señales de reiteración y agotamiento, más aún de fracaso estrepitoso, aunque muchos se resistan a admitirlo enmascarados en su retórica ciegamente optimista.

Aniquilado “el mundo exterior objetivo”, nos siguen quedando “los egos”,ahora más permeables y elásticos que nunca, porque nada los constriñe ya y además conocen los secretos que les permiten ser dueños de si mismos totalmente, reinventarse y experimentar de forma plena su felicidad subjetiva.

Los egos que antes dominaron el mundo, ahora se repliegan sobre sí mismos y se afanan en una exigente gestión del yo –egos “S.A”-, plagada de masoquistas autoevaluaciones, psicointervenciones y remodelaciones corporales. Nunca como hasta ahora cada ego había sentido tan punzantemente el apremio por demostrar y desmotrarse su felicidad. Pero tampoco, nunca como hasta ahora había sido tan intensa la tentación de enajenarse, de escapar de uno mismo, si se ha fracasado. Nunca antes los egos habían sentido tan intensamente la angustia y la culpa por no tener éxito.

De estos asuntos trata el artículo de Renata Saleci, publicado en La Vanguardia, el miércoles 24, que reproduzco en parte:


En una época de incertidumbre radi­cal, cuando la vida cada vez parece me­nos predecible y controlable y cuando el individuo se enfrenta sin cesar a nuevas ansiedades tanto en el ámbito de la vida privada como en el compromiso públi­co, la persona es interpelada en tanto que alguien dueño de su destino. La ideo­logía actual insiste en la idea de que los individuos disponen de posibilidades infinitas para convertirse en lo que de­seen. Por ello, la subjetividad contempo­ránea es percibida como un flujo cons­tante de autoinvención. El sujeto es un artista, un creador de su vida. Al tiempo que el individuo se encuentra bajo una presión constante para que se autoe-valúe, también es alentado para que sea flexible, se arriesgue y se convierta en lo que de verdad desea ser.

...Vivimos una época dominada por el capital impaciente y en la que existe un deseo constante de resultados rápidos. Ahora bien, no sólo las compañías y los servicios financieros se enfrentan a in­versiones y juicios acerca de los riesgos que pueden o no asumirse. Todo indivi­duo debe actuar como si fuera su propia empresa. Por lo tanto, debemos conside­rar nuestra vida como Yo S. A.; se supo­ne que debemos tener un plan de objeti­vos en la vida, pensar en inversiones a largo plazo, ser flexibles y reestructurar la empresa vital, así como correr los ries­gos necesarios con el fin de incrementar los beneficios.
Se supone que una persona tiene que ser, ante todo, un inversor hábil. No se trata sólo de la necesidad de aprender la compleja lógica del mercado bursátil y convertirse en el propio asesor financie­ro, también tiene uno que considerar la propia vida emocional como otra forma de inversión. Se supone que debemos in­vertir tiempo y afecto en nuestros hijos para obtener un buen resultado en el producto que surgirá de su crianza. Del mismo modo, se supone que tenemos que invertir en nuestras relaciones con cónyuges y amistades con objeto de po­der sacar fondos de los bancos emociona­les que crean semejantes relaciones. Willard F. Harley, un famoso consejero ma­trimonial estadounidense, ha diseñado todo un sistema sobre el modo en que de­ben funcionar esos bancos emocionales para que las personas estén satisfechas con sus relaciones. Supongamos que en una pareja a él le gusta el fútbol y a ella le gusta dar paseos conversando con su marido. Harley propone que la pareja considere su relación como basada en la idea de un banco emocional. Si la pareja es inteligente, colocará muchos ahorros
en su banco emocional en los momentos en que tienen una relación armoniosa. Ella, por ejemplo, irá con su marido a ver partidos de fútbol, aunque no le gus­ten; y él la acompañará a dar paseos aun­que prefiera quedarse sentado delante del televisor. En momentos de crisis, uno de los cónyuges puede empezar a re­tirar afectivos y enfadarse tanto que de­jará de participar en actividades con el otro. Entonces, el banco afectivo empie­za a perder fondos hasta el punto de que­dar vacío o incluso con una suma negati­va. Cuando aparece una crisis así, la pa­reja necesita la ayuda de un asesor que los ayude a reestructurar sus inversio­nes emocionales y darles una dirección positiva.
Nadie niega la utilidad para la super­vivencia de un matrimonio de que los cónyuges pasen tiempo juntos realizan­do actividades que los unen y de que co­nozcan sus propias emociones y las de su pareja. Sin embargo, la actual cultu­ra del asesoramiento ha estado muy do­minada por la idea de la elección racio­nal. Dicha idea entró primero en la teo-ría económica y poco a poco ha ido im­pregnando todos los demás aspectos de nuestra vida. Incluso el amor y las emo­ciones son percibidas como susceptibles de ser dominadas racionalmente.


...El mantra de la autoayuda "No pue­des controlar a los demás, sólo tus res­puestas a ellos" es en muchas versiones el imperativo último que guía nuestras interacciones sociales. Este mantra es útil en los tratos con la familia o los cole­gas del trabajo, pero su insistencia en el autocontrol tiene un significado social más amplio. En una época de incerti­dumbre radical, que afecta a la sociedad en su conjunto y a nuestros microcos­mos (el lugar de trabajo y la familia), de­be uno abandonar las expectativas de po­der incidir en el curso de la sociedad.

En la actualidad, la gente tiene muy poca capacidad de producir un impacto sobre el ámbito social y político. Como remedio ante esa impotencia, dispone­mos de una ideología que fomenta la idea de autoinvención. La ansiedad está presente en todos los ámbitos de la vida pública y privada. Para controlarla, no sólo se aconseja a los individuos que se esfuercen más, sino también que invier­tan en ellos, se gestionen a sí mismos y se mejoren de modo continuo. Cuanto menos predecible y controlable se ha vuelto la vida, más se insta a los indivi­duos a seguir su propio curso, dominar su destino y transformarse. Además de las horas dedicadas al trabajo -que han aumentado de forma drástica-, nos ve­mos obligados a trabajar constantemen­te en nosotros mismos para no perder competitividad en el mercado laboral. En el lugar de trabajo, se espera de noso­tros que nos dediquemos a la formación constante de cara a nuevos tipos de ta­reas, mantengamos un aspecto juvenil y vital, y no cejemos en la búsqueda de nuestra auténtica vocación. Al tiempo que se nos alienta a trabajar sin tregua en nuestro cuerpo por medio del ejerci­cio extenuante, la dieta y la cirugía plás­tica, también se supone que debemos ac­tuar sobre nuestra vida interior, sobre las emociones, los afectos y las relacio­nes. No recuerdo que la generación de mis padres hablara alguna vez de la ne­cesidad de trabajar en uno mismo. Nues­tros progenitores vivieron una vida que no tuvo mucho que ver con la idea de realización personal y mucho más con la de seguir cierta senda que seguía todo el mundo. Hace sólo un par de décadas, el transcurrir de una vida típica era mu­cho más sencilla que hoy. La típica vida de clase media parecía consistir en tra­bajar, educar a los hijos, ahorrar para que pudieran ir a la universidad, cuidar de padres mayores y, de vez en cuando, divertirse con viajes y vacaciones.


La automejora es percibida como la forma de luchar contra la inseguridad económica. Como señala Stephen Co-vey, autor de importantes libros de auto-ayuda (Primero, lo primero; Los 7 hábi­tos de la gente altamente efectiva), ya no basta hoy con estar casado o tener em­pleo, hay que ser casable y empleable. Por lo tanto, trabajar en el propio yo es el imperativo último para quien espera no quedar excluido de las redes sociales y seguir prosperando en el mercado la­boral y matrimonial. En un momento en que muchos paí­ses experimentan grandes cambios en los sistemas sanitarios, no sorprende que la ideología de trabajar en uno mis­mo haya adquirido vastas proporcio­nes. Las revistas populares parecen competir en la oferta de consejos sobre cómo emprender esa interminable ta­rea en uno mismo. Supongo que la mayo­ría de quienes los siguen quedan comple­tamente agotados por el esfuerzo cons­tante aplicado sobre su vida. El trabajo relativo a la cura del propio cuerpo se ha convertido el tema del día. Da la im­presión de que la idea del hágalo usted mismo, que ha dominado nuestra per­cepción sobre cómo mantener una casa y no recurrir a operarios cuando hay que arreglar algo, se ha introducido en nuestra concepción de la medicina. En lugar de llamar a un fontanero cuando hay un escape en alguna cañería, me compro un libro para hacerlo solo. Y en vez de ir al médico cuando me duele al­go, busco remedios para curarme solo. Dado que actúa como inversor, fontane­ro, médico y presidente de su propia vi­da, la persona parece a punto del colap­so por agotamiento. No es de extrañar que el estrés sea el culpable último de las enfermedades contemporáneas.

El sujeto acaba por percibirse como culpa­ble si le ocurre algo malo. Como el em­pleado que se siente culpable por perder su trabajo (ya que no ha sido lo bastante flexible para empezar a buscar uno nue­vo antes del fin del anterior), una perso­na enferma se siente culpable por no ha­ber impedido la enfermedad trabajando más sobre su cuerpo. Decimos incluso de alguien que es un buen gestor de la ansiedad. Y, si una enfermedad no mejo­ra, tenemos que sentirnos culpables de nuevo por haber fallado en otra tarea, la autocuración. Desde luego, el yo queda agotado con todas estas obligaciones. Y no es casual que la ideología de la autocuración arraigue justo en una épo­ca en que las políticas sanitarias oficia­les se abren cada vez más a la privatiza­ción del sistema público de salud.

La paradoja radica también en que la creencia en la idea de que uno tiene ca­pacidad de elección total sobre la vida suele ir acompañada de la búsqueda de poderes externos que nos guíen en la vi­da. En relación con la salud, la ideología de la autocuración está a veces muy uni­da a una percepción bastante irracional de las enfermedades.

Un antropólogo británico que pade­ció un cáncer hace un par de años deci­dió realizar un pequeño estudio antropo­lógico en el hospital y preguntó a otros pacientes cómo percibían su dolencia. Quedó muy sorprendido de la rapidez con que las personas adoptan diversas formas de pensamiento mágico cuando enferman. Un paciente muy culto, por ejemplo, creía que podría deshacerse del cáncer de intestino si conseguía defe­car. Otro paciente intentaba matar las células cancerosas bebiendo su orina. Y un tercero esperaba limpiarse el cuerpo del tumor intentando imaginar que no existía. También en el pasado la respues­ta de las personas a la enfermedad ha seguido caminos mágicos. Los virus, co­mo la peste o incluso el VTH, se han per­cibido como castigos divinos, y la lucha contra ellos ha incluido a menudo ritua­les purificadores. En algunas partes de África, existe hoy la creencia de que pue­de uno curarse del sida manteniendo re­laciones sexuales con una virgen.

Incluso en las relaciones amorosas, las personas perciben hoy que tienen li­bertad total para elegir una compañía más perfecta, pero a la vez se fijan en el signo del zodíaco bajo el que ha nacido una posible pareja. Esta búsqueda de un poder superior que es el que decide cuando al mismo tiempo nos enfrenta­mos a la libertad de elección no constitu­ye ninguna sorpresa. Cuando sentimos ansiedad (no por lo que podríamos ga­nar, sino perder), a menudo buscamos a alguien que decida por nosotros. Una fi­gura religiosa, un curandero o incluso alguien que lea horóscopos pueden ser percibidos como una autoridad capaz de aplacar nuestro desasosiego. El capita­lismo fomenta por un lado la libertad de elección y por otro promueve la identifi­cación con todo tipo de nuevos líderes.

...En una época en que las personas pueden imaginar todo tipo de catástro­fes sociales, económicas y personales, la ansiedad está al orden del día. La ideolo­gía que promueve la idea de que la vida debe abordarse como si fuera una em­presa sobre cuyos aspectos decide uno corre pareja con la pérdida individual de la posibilidad de incidir en el desarro­llo social y político de la sociedad en la que se vive. Cuando una ideología nue­va aparece con fuerza (como es el caso de la relativa a la autocuración), apare­ce también la urgente necesidad de ha­cer una pausa y pensar por quién do­blan las campanas.

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