Noto que utilizo el término “tradición” con frecuencia. Nadie como el antropólogo y teólogo Lluis Duch para explicar su sentido...
Etimológicamente, el vocablo “tradición”, proviene de
dos términos latinos –tradere y transmittere–, que le
otorgan matices semánticos muy peculiares.
Tradere se refiere, a los artefactos materiales o
inmateriales que se dan, se cambian, se venden o se
prestan. De acuerdo con esta acepción, el vocablo
“tradición” implica un cambio de “propietario” como
consecuencia de una donación, venta, cambio
generacional, testamento, contrato matrimonial, etc.
Transmittere, por el contrario, se halla vinculado
al mismo acto de la transmisión como actividad
consciente de un sujeto humano, que está predispuesto
a recibir algo, que se encuentra implicado en el objeto
recibido y que debe contextualizarlo en función de su
propia “situación en el mundo”. Por consiguiente,
resulta evidente que toda tradición consta de una base
material (conocimiento, costumbre, léxico, ritual,
convencionalismo, etc.) que, en el tiempo y el espacio,
se tras-pasa, se trans-mite, realiza un trayecto
desde un “antes” hasta el “ahora mismo”, y que
permanece más o menos idéntica a sí misma a pesar
de las mutaciones y cambios de contexto impuestos
por la historia (tradere). Sin embargo, debe añadirse que
todo eso no constituye la totalidad de la tradición.
Y lo que aún resulta más problemático: cuando la tradición
queda reducida sólo a eso, entonces nos encontramos
ante un mero “tradicionalismo” que, con frecuencia, es causa
de las patologías más peligrosas e inhumanas.
Para que pueda hablarse de auténtica tradición, debe darse
el mismo acto humano de la transmisión, es decir,
la recreación y la contextualización en
el presente, de lo materialmente transmitido por la
personalidad del receptor. Esta conjunción, al mismo tiempo
tensa y enriquecedora, del tradere y del
transmittere pone de relieve que jamás puede olvidarse
que la tradición no tiene como objeto prioritario
el pasado, sino el presente; un presente, en el que,
por mediación de la transmisión y la recreación,
el ser humano salva la distancia que existe
–y que sin el concurso de la tradición llegaría
a engullirse la existencia humana en el caos
y en la insignificancia– entre el antes y el
ahora. “Las tradiciones, cuando están vivas,
incorporan continuidades en conflicto”,
porque “una tradición con vida es una discusión
históricamente desarrollada y socialmente
incorporada”.
Cuando nace, el hombre es un ser completamente
desorientado, sin puntos de referencia fiables.
[...] Inmediatamente después de su nacimiento, el animal
ya dispone de mecanismos casi infalibles que, a no ser que
intervengan causas externas de carácter excepcional,
le permitirán sobrevivir, adaptarse a su medio, alcanzar
las metas que corresponden a su código genético,
mantenerse “fiel” a su estatuto físico-natural. En el ser
humano, en cambio, los instintos, que en él como en los
animales son imprescindibles para sobrevivir, nunca
son meramente “naturales”, sino que, siempre aparecen
configurados y coloreados por mediación de una cultura
concreta. [...]
La simple instintividad es completamente inadecuada
para que el mundo se convierta en el mundo del hombre.
“En lugar de los instintos, en el hombre se imponen
las tradiciones del pensar, del sentir y del actuar,
las cuales proceden del pasado y son mantenidas
por la comunidad”.
La comunidad es el lugar natural, donde el ser
humano tiene que ser acogido y reconocido.
[...] Es algo incuestionable, que la tradición es una
realidad de capital importancia para la salud física,
psíquica y espiritual del ser humano. Sin embargo, es
un dato que no puede olvidarse, que el
momento presente se caracteriza por ser una época
fuertemente marcada por una “es-tradicionalización”
generalizada.
[...] La importancia de la tradición debería ser
especialmente evidente, al margen de las modas y los tics de
la hora actual, para cuantos se hallan de una manera u otra,
implicados en los procesos de transmisión. Aún podría
decirse más: el aprendizaje para el cambio, que tendría que
constituir uno de los objetivos pedagógicos actuales más urgentes,
exceptuando aquellas situaciones en las que uno se deja seducir
por el espejismo del cambio sin objeto, sólo alcanzará un grado
suficiente de efectividad, a partir de una cierta estabilidad cultural,
social y emocional, porque únicamente así, se está en disposición
de ir descubriendo, el sentido de la propia existencia.
[...] Por eso creemos que resulta tan importante una
adecuada formación para el cambio, ya que la categoría
“cambio” es una de las que mejor describen lo que ha sido
–y aún es– la modernidad occidental. Esta educación para el
cambio, sólo será viable desde los “puntos fijos” que
proporcionan las diferentes tradiciones, es decir, desde
aquellos criterios que en todo momento
permiten orientarse en medio de las mutaciones más
frenéticas, sin dejarse engullir por el frenesí sin control,
del cambio por el cambio.
L l u i s D u c h , La educación y la crisis de la modernidad,
Barcelona, Paidós educador, 1972.
Fuente: http://www.amia.org.ar/documentos/reflexiones%204.pdf.
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