lunes, junio 11, 2007

Morir rabiando, preparación postcristiana para la muerte

Morir rabiando

¿Por qué tengo que aceptar el dolor, la enfermedad, la muerte?
¿Quizás porque resistirse acrecienta el dolor ajeno y propio?

¿En eso ha quedado tanto confrontarme valientemente con la verdad...
en legitimar las virtudes de una anestesia oportuna?

¿No es más coherente protestar y rebelarse contra un destino odioso?
¿No es más auténtico morir rabiando cuando se nos arranca cruelmente la vida?

Dejadme mostrar mi desconsuelo cerval por la pérdida del bien más inequívoco.
Prefiero trasmitir a mis hijos el apego a la vida, antes que la conformidad con la muerte.

No me vengáis con chupinadas consoladoras.
¿Cómo queréis que me congratule con la disolución de mi ser en el cosmos?
¿En qué se queda mi conciencia personal, mi deteriorado yo egótico y narcisista?
¿Cómo pretendeéis que me desapegue de mi vida personal
y me suma sin resistencias en el cosmos infinito?

“Vive el presente”, me dices.
Pero, yo ni quiero, ni puedo vivir el presente negando el futuro.
El premio del ahora no me libra de la angustia de la muerte futura.

Sólo me consolaría otra vida en un más allá, en el que ya no confío.

¡Oh Creador? ¿Qué quieres de mí que ya ni siquiera me permites creer?
¿Por qué finalmente esta broma cruel, este abandono?

Sí, protestaré, sollozaré, rabiaré, aunque no me escuchéis
Y no será para haceros sufrir,
sino para honrar la vida y celebrar vuestra existencia.

Descargada la ira, exhalado el último gemido,
seguramente me desplomaré
y la muerte se apoderará de mí.





El niño ateo


CLARA SANCHIS MIRA

La Vanguardia, 25 de mayo de 2007

El niño de padres ateos no puede dormir porque ha empezado a pensar en la muerte. Aferrado a su oso, pide una explicación. En su ca-becita de siete años, la idea de su muerte y la de los suyos resulta in­abarcable. El padre le acaricia el pelo, recoloca las sábanas, echa ma­no de argumentos vagos, uy, no pienses en eso, ha dicho; el niño llo­ra. Si falta muchísimo, tesoro, eso está muy lejos. El niño no es tonto, ¿y eso cómo lo sabes? (no, no lo sa­be). Porque sí, porque lo sé (al me­nos darle seguridad). ¿Y entonces yo ya no estaré más, nunca más? (no hay palabras). ¿Ni tú? ¿Ni ma­má? Hijo, no sirve de nada que pensemos en eso. ¿Ni esta casa; ni este oso? Zarandea al oso. ¿Dónde estará este oso cuando yo no esté? El padre ye como el niño corre des­consolado hasta su estantería y co­ge todas las cosas que puede. ¿Y ya no veré más a este pato picudo? Ca­riño, es un hecho natural, dice, y le parece que ese pato le clava la mirada. ¿Y este boli de tinta invisible? ¿Dónde estará? ¿Dónde estaré yo? En el cielo, está a punto de decir de pronto, al borde de renunciar a sus principios educativos y laicos. En el cielo conmigo y con mamá y san­tas pascuas, tiene en el borde de la lengua, y siente envidia de los que son capaces de creer. Piensa en las veces que ha bromeado con su hijo sobre el cielo y los ángeles, y si no tenía que haber dejado una puerta abierta en su cabecita hacia alguna posibilidad menos racional. Pero se contiene, lo abraza y se decide a echar mano de algo así como la teo­ría de la reencarnación, que al me­nos le parece inofensivo, más poéti­co y nada católico. Cuando nos mo­rimos, bueno, a lo mejor seguimos estando por ahí, a lo mejor nos transformamos en otro ser, ¿en­tiendes?, en un pajarito, o en un ár­bol. ¡¿En un árbol?! , grita el niño con los ojos muy abiertos, ¡pero yo no quiero ser un árbol, yo quiero ser siempre yo, papá! Y llora mu­cho más. El niño tiene razón. Al pa­dre le están entrando ganas de llo­rar y de que el niño lo consuele. El padre tampoco puede ahora mis­mo con la idea de la muerte, y mu­cho menos con la de su hijo, y hace rato que se le pasan por la cabeza certezas atroces que trata de apar­tar. Pero el niño le está arañando el hombro; ¿y de qué me sirve que tú seas un pajarito? ¿De qué me sirve que tú seas tú, si no eres tú? Hijo, es que pensar en la muerte sólo nos hace sufrir. Y una inmensa nada se le aparece delante. Pero yo no me quiero morir nunca, papá. El pa­dre está hecho polvo. Y empieza a hablar de física cuántica, aunque no tenga ni idea de física cuántica. Verás, hijo, hay una cosa que es la física cuántica, que dice que a lo mejor, ahora, tú y yo, estamos aquí y en millones de sitios a la vez, y que este segundo que está pasando, en realidad no está pasando, o está pasando infinitas veces, en el uni­verso, o algo así, ¿entiendes? ¿Eso es científico?, pregunta el niño (al niño siempre le ha interesado lo científico). Bueno, sí, y viene a de­cir algo así como que esto es real sólo porque a nosotros nos lo pare­ce, y entonces podemos pensar que también la muerte sólo es real por­que a nosotros nos da esa sensa­ción, o algo así. El niño se acurruca entre las sábanas. Vete a saber qué somos en el universo. El niño respi­ra y se va durmiendo, con esa facili­dad que tiene él para pasar de una cosa a otra. El padre le quita de la mano el boli de tinta invisible y vuelve a su habitación con su in­mensa nada delante de los ojos. Po­niéndose el pijama, trata de imagi­narse a sí mismo como una nube de partículas elementales. O como un grumo incierto. Eso le alivia. Lo que el niño aún no sabe, piensa, es que todo es incompleto.»




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