Una de las nociones más luminosas aportadas por la tradición judeocristiana es la de pecado original, porque nos sitúa eficazmente ante la indiscutible evidencia de la imperfección humana, vanamente obviada por los optimismos de la modernidad. Los más graves errores derivan de menospreciar nuestra enorme vulnerabilidad humana y de crear la ilusión vana de que se puede eliminar la precariedad de la condición humana.
Según el relato bíblico y la teología cristiana, tras el pecado original Adán y Eva y sus descendientes quedaron sumidos en un estado de enorme fragilidad, derivado de su nueva condición mortal, de su nueva proclividad a perder el control sobre si mismos -inmersos desde entonces en un marasmo de impulsos contradictorios-, y de la consiguiente dificultad para actuar de un modo elevado que les permitiese optimizar su naturaleza deficiente y ponerla al servicio de una vida aceptable. Desde entonces, sobreponerse a ese lastre, sólo podría conseguirse venciendo inercias e impulsos con un mucho esfuerzo y manteniendo ese combate con uno mismo hasta el final de los días. Sólo así cada ser humano conquistaría un aceptable dominio de sí, un cierto nivel de orden y equilibrio interno y podría ofrecerlo a los que les rodean (amor –compañía, afecto, comprensión, perdón, ayuda- , trabajo -actividad destinada a proveernos de los bienes necesarios para vivir dignamente, no para fabricar falsas necesidades y consolaciones engañosas- , sabiduría –valiosos aprendizajes compartibles- , educación –esfuerzo ímprobo por enseñar a los niños y las niñas a contener y dominar sus impulsos desordenados, a incorporar valores y aprendizajes importantes y a desplegar sus cualidades).
No se trataba de una perspectiva negativista, porque la Biblia y la tradición judeocristiana también insisten en los dones que el ser humano conservó. Según la teología católica los dones que se perdieron fueron los preternaturales (la ciencia –los conocimientos religiosos y morales esenciales sin necesidad de estudio-, la integridad –la sumisión espontánea de las pasiones a la razón-, la inmunidad –ausencia de dolor- y la inmortalidad) pero el ser humano siguió contando con dones excepcionales entre los seres creados como sus sentidos, su corporalidad, su aguda inteligencia –capaz de conocer el bien- y su voluntad –capacidad de vencer las inercias que le desestructuran y de escoger libre y creativamente la forma de realizar el bien. Para ello debía esmerarse en desarrollar hábitos buenos –virtudes- y abonar el terreno para que fructificase el don de Dios –la gracia-. Aunque el pecado original había introducido la inclinación al mal, el esfuerzo virtuoso, permitía sobreponerse a ese estado de precariedad y progresar en sus niveles de estabilidad.
Situados en esa perspectiva, nadie entendió que el espontaneísmo, el descontrolado despliegue de las propias potencialidades, el cultivo irrestricto de la autoestima o la autorrealización reflexiva de los egos sin más pudiera aportar más que ruido, guirigay, dersorden, encontronazos, frustración y conflictos. Tampoco nadie entendió que esa vulnerabilidad física, psíquica y moral pudiera superarse plenamente, a no ser en la otra vida. De hecho, el sacramento de la penitencia de los católicos venía a recordar que lo propio de la condición humana era acumular culpas y tropezones, caerse y levantarse hasta el último día. Convenía que cada ser humano se enfrentara periódicamente a sus errores, a sus desvaríos, que se acostumbrara a mirar cara a cara el mal que provoca en sí mismo y en los demás, no para hundirse en el desasosiego y la desesperación, sino para corregirse y seguir adelante.
Sin embargo, la modernidad se entusiasmó con los dones humanos y se olvidó de su deficitaria matriz original. Es más, se ha empeñado en convertir en naturales los dones preternaturales y situarlos ya en nuestros horizonte vitales (ciencia infusa, espontáneo dominio del yo, supresión del dolor, inmortalidad), proyecto que constituye el verdadero “currículum oculto” de la modernidad. En eso estamos –el mundo educativo es revelador al respecto-, consumiendo nuestras energías en un empeño que salda sus fracasos con mentiras, subterfugios y huidas hacia delante, mientras crecen las conductas impulsivas, las manifestaciones agresivas provocadas por megaegos narcisistas o la formas más enfermizas de escapismo (adicciones, situaciones de riesgo y emociones intensas, enajenación virtual, aislamiento –hikikomoris-, etc.).
Pero, hoy por hoy, el estudio del cerebro humano nos revela cuán acertada era en muchos aspectos la perspectiva tradicional que nos situaba ante un ser humano complejo y permanentemente proclive al desajuste, necisitado de una poderosa y decidida intromisión educativa. El neurólogo catalán Ignacio Morgado comenta al acabar su libro Emociones e inteligencia social (Ariel, 2007, p. 171):
Seguramente, todo el mundo está de acuerdo en que la educación emocional temprana debe servir para estimular los buenos modales, ... debería enseñar a controlar los sentimientos, no sólo, como diría Gracián, para ser prudentes, sino también para adiestrar al cerebro emocional de tal modo que sólo se preocupe por lo que valga la pena: no es bueno pasarse la mitad de la vida preocupados por cosas que nunca llegan a ocurrir.
La educación, ...puede reformar, modificar y recalibrar las respuestas emocionales preexistentes, innatas o adquiridas. Si los sentimientos son percepciones de los cambios corporales, la educación puede afectar a los sentimientos cambiando esas percepciones. Por ejemplo, puede cambiar los sentimientos de envidia, odio o celos, haciendo que los percibamos con menor intensidad al afectar al modo de considerar los estímulos que los producen. Lo grave no es que sintamos envidia o celos, pues somos humanos y no podemos evitarlo, sino cómo reaccionamos frente a nuestros propios sentimientos negativos. Hay quien los alimenta en lugar de considerar su naturaleza y buscar el modo de ver las cosas de otra manera. La educación emocional debería ayudarnos a proceder de manera conveniente para saber superar sentimientos negativos, como el racismo, utilizando la plasticidad del cerebro para cambiar el rechazo ante lo ajeno por apreciación de la belleza y el valor de lo diferente. Puede hacerlo, sobre todo, induciendo tempranamente valores universales, como la responsabilidad y el respeto, la tolerancia y la solidaridad. La educación debe enseñarnos también a dedicar más tiempo para pensar en nuestras propias emociones y en las de los demás, lo que nos ayudará a comprendernos y a comprenderlos. Todavía más, porque la educación emocional es capaz de condicionar no sólo las formas de percibir y expresar emociones y sentimientos sino también, en buena medida, el grado de inteligencia emocional que desarrollará un individuo.
Tal como dijimos en la introducción de este libro, las personas normales no pueden vaciar su mente de sentimientos, pero pueden esforzarse para que esos sentimientos sean mayoritariamente positivos y útiles. Como ha dicho el neuropsicólogo Antonio Damasio, lo mejor del comportamiento humano no se halla necesariamente bajo control del genoma. En la práctica el aprendizaje puede resultar lento y costoso, pero vale la pena intentarlo, porque vivimos en un mundo hostil, donde nada hay como las emociones positivas para disminuir el conflicto y aumentar la cooperación entre las personas. «Saber vivir es convertir en placeres lo que debían ser pesares», afirma Gracián (Af. 259). Aprendamos pues a utilizar la razón para cambiar los sentimientos negativos, para convertir el odio en compasión, la frustración y la aflicción en empeño por superarnos, la envidia en respeto y admiración, y la soberbia en humildad.
Por cierto, en La Vanguardia del viernes 4 de mayo, encuentro el anuncio de un nuevo libro sobre los antimodernos. La lista es larga...
Compagnon reivindica a los artistas que se resistieron al progreso.
La Vanguardia, XAVIAYÉN, Barcelona. 4 de mayo de 2007.
Reivindicar la antimodernidad parece cabalgar contra la dirección del viento. Pero eso es lo que hace Los antimodernos, libro de Antoine Compagnon que aparece en España de la mano de la editorial Acantilado. Su autor es un hombre pulcro, que se toma un breve tiempo de reflexión antes de responder a algunas preguntas, y que explica: "Me ocupo de la madre de todas las paradojas: los verdaderos modernos, históricamente, son los antimodernos, los que se resistieron a su época".
Pero ¿qué es un antimoderno? "No es un tradicíonalista, ni un académico, ni un neoclásico, ni un conser-vador ni un reaccionario -aclara este profesor universitario de literatura-. Es una especie de moderno pero con una intensa conciencia nostálgica de lo que se pierde con la modernidad, aunque no llega a renunciar a ella. Es un dandi melancólico. El prototipo serían Chateaubriand y Baudelaire. Sartre acusó a Baudelaire de no ser un hombre de progreso pero, para nosotros, es nada menos que el inventor de la modernidad estética. Lo que sí vio bien Sartre es que Baudelaire 'avanzaba mirando el retrovisor'. Esa es una buena definición de antimoderno". Es decir, "reconocer el progreso científico y técnico, pero discutir las aplicaciones de la doctrina del progreso a las humanidades: Descartes no es abolido por Kant, ni Platón por los filósofos que le sucedieron. Ambos siguen vivos todavía". Proust es otro ejemplo de antimoderno: "Lo nuevo es lo viejo".
"El mismo Chateaubriand (1768-1848), nostálgico, católico y cosmopolita -prosigue el ensayista- se comprometió con la restauración monárquica de 1815, pero en realidad nunca tuvo la ilusión de que dicha restauración saliera bien, él defendía la monarquía por fidelidad al viejo orden del que procedía. Paradójicamente, fue el mayor defensor de la libertad de prensa. La monarquía no le hizo caso en ese punto y ese fue uno de los elementos que precipitó su caída".
El temperamento antimoderno es un elemento histórico cuyo inicio Compagnon sitúa en la Revolución Francesa. "Es evidente que ahí se da un claro movimiento de resistencia estética hacia el presente. La Ilustración marca una nueva lógica histórica, basada en el progreso, lo que genera una fuerte oposición por parte de quienes aprecian lo bueno del pasado".
En los siglos XIX y XX, por tanto, Francia es escenario privilegiado del movimiento antimoderno. Además de los mencionados Chateaubriand y Baudelaire, tenemos a Joseph de Maistre, "contrarrevolucionario extremo, del que el mismo Roland Barthes dijo que estaba tan loco que no era un político, sino un escritor. El tiempo ha venido a decirnos que, en el fondo, era un esteta y, de hecho, sus descendientes son todos escritores, no políticos".
Si el antimodernismo tuvo un principio, ¿ha habido ya un fin? "Fue una posición de dandis, estética y lúdica, que yo hago llegar hasta el siglo XX. Pero, últimamente, lo antimoderno parece esfumarse, al igual que su contrario, la idea de progreso. Sin invierno, no puede haber verano y hoy la gente no cree que el mundo evolucione hacia algo mejor, más bien al contrario. El antimoderno duda siempre del optimismo reinante, sin llegar a ser pesimista, pero con la conciencia de que el optimismo es inmoral: los optimistas lo esperan todo del progreso, creen que los frutos caerán del propio desarrollo de la historia".
En cualquier caso, Compagnon sostiene, provocadoramente, que "el último antimoderao es Roland Barthes, sí, el vanguardista brechtiano, el estructuralista deconstructor, pero que en su carrera literaria muestra esa característica resistencia suave a los nuevos tiempos. Yo lo conocí. Fui alumno suyo y él mismc bordó la definición del antimodernismo cuando exclamó que quería situarse 'en la retaguardia de la vanguardia'. Decía que 'ser de vanguardia significa saber lo que está muerto, ser de retaguardia es amarlo todavía'".
La segunda parte de la versión original del libro, que le da título y que ha desaparecido de la edición española, son notas biográficas de franceses que habitaron "esa ambivalencia crítica". Compagnon reconoce que "podría haber puesto otros autores como Thomas Mann, Burke o T.S. Eliott, pero hay personas más preparadas que yo para hacer una segunda parte adaptada a la realidad de cada país". ¿Qué antimodernos españoles encontraríamos? Puestos a jugar, en un diálogo con su editor y los periodistas, aparecieron nombres como Valle-Incíán o Eugeni d'Ors.»
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