lunes, mayo 28, 2007

Divagando sobre los adolescentes y su mundo

Por circunstancias obviables, he podido observar de cerca cómo reaccionaban chicos y chicas de 14 y 15 años ante el visionado de la película "300". Mi primera impresión es que les encanta, sobre todo a los chicos. No es extraño: cuerpos hipermusculados, espectacularidad constante, detallismo y riqueza visual propia del cómic filmado, ritmo trepidante, contraste polarizado entre el militarismos sobrio de los espartanos y la exceso posmoderno de Jerjes y su monstruoso ejército, violencia de videojuego, música eficaz., etc. Una combinación de elementos que crean un clima hipnótico subyugante. Alguno ya la ha visto cuatro veces y sigue con ganas de repetir.

Pero, creo que lo más les fascina es el crescendo épico de la historia, a pesar de que muchos han señalado que su desarrollo está lastrado por escenas innecesariamente infladas y por un barroquismo artificioso y frío. De todos modos, y pese a esos déficits narrativos, el aliento heroico sigue siendo innegable y los chicos –las chicas no tanto- conectan en seguida con ese desbordamiento de energía que se , por una gran causa.

No se trata de héroes divertidos, ocurrentes, zumbones y algo canallas (posmodernos). Ni de héroes atormentados en pugna solipsista consigo mismos (existencialistas). Ni de perturbadas máquinas de matar (psicópatas fascistas), pese a que los espartanos lleguen a parecerlo. Se trata de hombres que no quieren rendirse y están dispuestos a llegar hasta el final por defenderse de la tiranía. Aunque, más allá de la causa por la que luchan, quizás lo que más magnetiza a los adolescentes es su disposición a arriesgar la vida y a morir matando.






¿Algo siniestro y deleznable?. ¿Una apelación a la rancia masculinidad reprimida que todavía habita en las almas adolescentes? ¿El mensaje de siempre para que los chicos sigan siendo los de siempre?.

¿O bien un ensueño nostálgico más de una masculinidad irrecupereble? ¿Quizás de la plasmación del enfermo universo onírico de los hombres? ¿Es Jerjes el representante de nuestra perversa y oscura masculinidad frente a la masculinidad disciplinada y apolínea de Leónidas?.¿Se trata de una ficcionalización machista y neoconservadora del “trío de los Azotes” –así lo ve “Taifas” en un foro sobre la película (libertadenlared.puntoforo.com)-?.

Me ocupaba en estas reflexiones, cuando descubrí las declaraciones de Loretta Napoleoni en "La Vanguardia" (jueves, 17 de mayo), en las que señalaba que los enclaves europeos que más terroristas suicidas suministran al yihadismo son aquellos en los que los musulmanes han conseguido un mayor nivel de integración. En general, se trata de jóvenes de segunda generación que, hastiados por el tedio y el consumismo de Occidente, idealizan el Islam y encuentran un sentido a sus vidas en la lucha terrorista.

Recordé entonces un reportaje de la exposición sobre “Las Maras”, que actualmente puede contemplarse en Madrid. Los mareros son jóvenes marginales de la América hispana que se organizan en bandas y se entregan a una violencia orgiástica, difícil de entender en nuestro entorno. En la "Mara", con su sumisión al líder, sus territorios “ocupados”, sus tatuajes laberínticos, su iconografía punk y hiphopera (al estilo Jerjes), sus grafitis funerarios, su peculiar jerga, su religiosidad sincretista o su compañerismo solidario, estos muchachos encuentran una identidad que les permite escapar al aislamiento (“mejor andar con la Mara que sólo”, dicen). Pero, lo que realmente actúa como gran reclamo es su invitación a “La Vida Loca” –así la llaman-, es decir, al placer inefable de jugar con la propia vida y la ajena, dando rienda libre a su resentimiento y crueldad. Ellos mismo provocan el conflicto enfrentándose a bandas rivales, provocando a la policía. Sus catarsis se completan con terribles sacrificios rituales de borrachos o prostitutas (les cortan el cuello y beben su sangre “purificadora”, más información en el "Abc del Artes y la letras", 796, 5 de mayo de 2007).



Y surgieron las nuevas preguntas: ¿Será que la necesidad de lucha está inscrita con tanta fuerza en el código genético masculino que los hombres no consiguen escapar a su dictado y si no encuentran motivos por los que arriesgar su vida, acaban por inventarlos? ¿No es una empresa vana intentar conformar nuevas masculinidades que inhiban su agresividad? ¿No es un error negar esta dimensión de la psique masculina?

Hace algunos años, la novela "El club de la lucha" de Chuck Palahniuk, llevada después al cine por David Fincher (1999), nos enfrentaba a la vida de un muchacho insomne que, disgustado con su vida y su trabajo, acababa siendo arrastrado por un misterioso Tyler Durden a participar en un club secreto, donde se practicaba una terapia muy particular: pegarse con los puños desnudos. El club acaba convirtiéndose en el embrión de una organización secreta llamada “Proyecto Manhem”, cuyo objetivo era derribar la civilización consumista en la que vivimos inmersos. Las frases cargadas de resentimiento y de feroz violencia de Tylor Durden se suceden en cascada a lo largo del film y propician una constante catarsis liberadora de la frustración y la agresividad acumuladas por sus seguidores...

"Sentía ganas de meterle una bala entre los ojos a cada panda que se negara a follar para salvar su especie. Quería abrir las válvulas de descarga rápida de todos los petroleros y llenar de crudo todas esas bonitas playas que yo jamás conocería. Quería respirar humo."



La tozuda realidad nos demuestra que los chicos viven una explosión de energía al llegar a su adolescencia que, de no encontrar cauce, actúa como una verdadera bomba de relojería y convierte la frustración primero en agresividad y, después, en violencia descarnada, patológica, destructiva. Cuando este ciclo se inicia, la memoria filogenética parece propiciar recorridos recurrentes: tribalización, exacerbación identitaria, territorialidad, gregarismo, afirmación mediante la intimidación y el asesinato.

La pregunta es si el camino correcto es negar la agresividad, ignorar los desbordamientos de energía adolescentes y reprobar todo cuanto sea sospechoso de encubrir violencia, competitividad o estrategias de dominación. Porque eso es lo que hacemos desde la corrección política: negar sin afirmar, rechazar la agresividad sin ofrecer cauces a la energía acumulada. Confiamos, al parecer, en la emergencia de una nueva masculinidad liberada de tales lastres. Mientras tanto, el globo sigue hinchándose y pudriéndose.

Pero en lugar de negar la agresividad, ¿no sería mejor partir de ese cúmulo de energético y positivizarlo? ¿Cómo? Lorentz hablaba de conseguirlo mediante actividades de tipo competitivo, que permitieran una descarga catártica de agresividad como hace el deporte –lucha sublimada- y muchos le hacen caso, a pesar de que no faltan quienes condenan la agresividad dominadora que encubre. Otros optan como mal menor por tolerar el contacto con la violencia ficcionalizada, a pesar de la insistencia de algunos expertos en denunciar esta peligrosa opción, porque en lugar de liberar los impulsos violentos tienden a acrecentarlos. Maffessoli sugiere aprender de nuevo un saber olvidado: el de la ritualización de la violencia como forma de homeopatización. De hecho es lo que hacen los jóvenes de forma espontánea y desordenada a través de las pandillas o de las tribus urbanas, que según Maffessoli ofrecen en una respuesta lógica a la pretensión artificiosa de vivir como si los hombres pudieran desprenderse de su agresividad...

"En toda la cuenca mediterránea existe la tradición de saber ritualizar la violencia, y Francia actualmente ya no sabe hacerlo. Por ejemplo, hace algunos años me rebelé contra la ley que impide hacer novatadas a principio de curso, novatadas que a veces son violentas, escatológicas. Para mí, la prohibición muestra claramente la locura de una sociedad que tratando de eliminar toda violencia, potencia su reaparición explosiva. No soy profeta, pero, en mi opinión, estos hechos vandálicos (revueltas de 2005) volverán a ocurrir. Podemos predecir que en esta vida “aseptizada”, de vez en cuando, inesperadamente, se van a producir arranques vitales y enérgicos." ( Entrevista en "El País Semanal", 08-01-2006 http://es.geocities.com/sucellus25/3154.htm)

Las nuevas tribus según Maffessoli nos están trasmitiendo un mensaje: el individualismo del repliegue narcisista está agotado. Poco puede conseguirse invitando a los jóvenes a encerrarse en su privacidad y a consumir pacíficamente. Las tribus recuperan el valor de “lo próximo”, el sentido de lo comunitario, de un ámbito donde dar sentido a las energías.

Y lo cierto es que realizamos pocos esfuerzos por favorecer el nexo entre los jóvenes y entorno emocionalmente próximo, por el que valga la pena comprometerse y luchar. Más allá de unas admoniciones genéricas a la bondad, a la paz y a la bondad, los chicos se encuentran con unos adultos huidizos que no saben salir de su mundo y que compran su silencio abdicando ante sus excesos y financiando sus caprichos. La onda abdicatoria alcanza dimensiones tan colosales –familia, escuela, instituciones, medios de comunicación, etc.- que frenar su impulso o sustraerse a sus efectos resulta extenuante para cualquiera. Bastantes dudas tenemos ya los adultos, como para proponerles convincentemente causas por las que luchar. Hemos perdido la convicción necesaria para establecer límites y sólo fingimos autoridad ocasionalmente, sugestionándonos con nuestra impotencia frente a una “internacional juvenil” (Alberoni) indomesticable.

Recuerdo ahora la película "Thirteen". Narra la vida de una chica cuya adolescencia explosiva choca con los patrones de conducta buenistas y permisivos de la madre, incapaz de frenar su dramático extravío. Un descarrilamiento que, en el caso de las chicas, tiende a convertir la agresividad en experiencias límite y violencia autodestructiva.


La “verdad incómoda” es que mimamos y sobreprotegemos a nuestros niños, pero abandonamos a nuestros adolescentes, negándoles el alimento que más necesitan. Se trata de una carencia que ni el botellón, ni las tribus pueden colmar. Y la explosión de energía adolescente sigue ahí, esperando causas que le den sentido y con las que comprometerse.

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