martes, enero 15, 2008

Masculinidades y política







La masculinidad y sus modelos siguen inmersos en un magma a veces confuso, a veces descaradamente comercial. Aunque los observadores detectan novedades, como la aparición de musculados guerreros-deportivos, el afianzamiento del hombre paternal, el ecosexual o el nuevo estilo firme y algo cesarista de algunos políticos, el abanico de tipos de hombre es enorme. Tras el aturdimiento causado por los nuevos papeles femeninos, los hombres tienen un buen número de modelos en los que fijarse. Cabe todo, porque más que nunca la sociedad es diversa y global.

“Las mil caras de Adán”, María del Mar Rodríguez en La Vanguardia, 21/10/2007



En momentos en los que parecía que los mandatarios y representantes públicos habían eliminado totalmente los gestos y representaciones de la masculinidad tradicional, siento cierta estupefacción al contemplar su resurrección de la mano de políticos como Sarkozy o autócratas como Putin.

El asunto tiene un profundo calado, porque en los dos casos citados no estamos hablando de personas incapaces de actuar de otro modo, como le ocurre al líder sudafricano Jacob Zuma, al ímprobo Chaves o salvando las distancias al cada vez más discreto Zaplana. Tanto en el caso de Sarkozy como en el de Putin, nos encontramos ante puestas en escena conscientes y cargadas de significado, porque ni uno otro parecen dejar nada al azar. Aunque, a juzgar por los últimos episodios sarkozianos, quizás les sobrevaloremos. Puede que retroceder en el tiempo y repasar las relaciones entre masculinidades y política arroje algo de luz sobre el tema.

Sugiero volver la mirada hacia el Renacimiento, época en la que se produjo la eclosión de las formas cortesanas, magníficamente compendiadas por Baltasar Castiglioni en Il Cortegiano, un sutil y detallado manual de conducta, publicado en 1528.

Emerge, desde entonces, un modelo de masculinidad elegante y contenida que hace de la moderación, el background cultural, la exquisitez en las formas y el “bien hablar”, el ideal del hombre público. Los cortesanos beben en la tradición de caballeros medievales y transforman su sublimado culto erótico a la mujer en porte, galantería, conversación ingeniosa y buenas maneras. Aún hoy es fácil reconocer en muchos políticos la continuidad de este modelo. Se trata de hombres de apariencia reflexiva, gestos siempre educados y trato amable y discreto. En ellos son infrecuentes los excesos retóricos y cuando toman o asumen una determinación incómoda, lo hacen con la mayor economía de palabras posible, manteniendo siempre un tono de neutra y exquisita equidistancia. Ni siquiera cuando la adversidad o la mala fortuna les golpea cruelmente pierden la compostura o se permiten mostrarse especialmente afectados.

De algún modo, ese ha sido el patrón de conducta dominante entre la mayoría de los políticos europeos, reconocible en personajes como Valéry Giscard d'Estaing, Dominique Villepin, Josep Piqué, Javier Solana, Romano Prodi, Javier Marín, etc. En el “cortesano” la masculinidad constituye un ethos, una atmósfera que obvia las manifestaciones explícitas de virilidad y rehuye cuanto pueda asociarse a imposición o dominación. La virilidad se transfigura en una sensualidad sutil, sólo veladamente seductora, compatible incluso con el autodistanciamiento irónico.

Pero, no olvidemos que el cortesano es un aristócrata que se ha sometido al rey, que ha renunciado a su imaginario guerrero y que ha domesticado su impetuosidad para escalar posiciones sólo mediante los resortes de la elitista vida cortesana.

El cortesano nunca podrá confundirse con el rey al que sirve y se subordina, o con el héroe guerrero, cuya épica le es ajena y le sobrepasa, o menos aún con el líder reformador o revolucionario que son sus enemigo. Al cortesano le falta ese torrente de energía justa y serena que se le presupone al rey, el valor abnegado del héroe guerrero y la creatividad y visión del futuro del reformador o del revolucionario. Las cualidades que el cortesano desarrolla son otras: sociabilidad, encanto, elocuencia, capacidad de persuasión, ingenio...

El buen cortesano puede ser un negociador incansable y un diplomático hábil, un auténtico “mago” de la palabra y de las relaciones humanas. Y si su compromiso ético es consistente, no se debe excluir la posibilidad de que el “cortesano” trascienda de su rol subordinado protagonizando gestos de rebeldía ejemplar (Tomas Moro, Justin Quayle (Ralph Fiennes) en El jardinero fiel, etc.). Pero también existe el riesgo de que el cortesano se degrade reduciendo sus horizontes a una autopromoción permanente, conseguida mediante el cálculo, la intriga, los pactos secretos y las maniobras pragmáticas, en definitiva, una forma de actuar como la preconizada por los sofistas, cínicos y epicúreos de Antigüedad, “que lo antepone todo a las ambiciones personales y a las ansias de poder, ...que mira a corto plazo y que busca casi exclusivamente agradar a su auditorio, ...a la que no mueve el bien común y la defensa de los derechos colectivos sino el propio bien particular; y que, en definitiva, separa política y ética.” (El liderazgo político en la antigüedad clásica, Mireya Tintoré Espuny)

En cualquier caso, la figura del cortesano se trata de una las aportaciones más logradas al catálogo universal de las identidades masculinas y una prueba de que antes de la eclosión feminista fue posible escapar a las restricciones de la “lógica patriarcal”, alumbrando una masculinidad no virilista .

Fue precisamente, la existencia previa de ese perfil lo que explica más tarde la aparición de
los preciosistas (siglos XVII y XVIII) o, a más largo plazo, la eclosión de formas de liderazgo político calificadas de andróginas (las que aúnan una alta orientación hacia la tarea -componente masculino- con una preocupación alta por las relaciones interpersonales -componente
femenino-) , y que incluyen rasgos tradicionalmente asociados a la feminidad: un estilo democrático, dialogante, consensuador y mediador; una actitud receptiva y facilitadora de la participación; la potenciación de las relaciones humanas; estructurar la organización como una red y no como una pirámide; orientación más multidireccional y multidimensional, favorecedora de valores y acciones colectivas; desarrollo de políticas de cooperación y participación; disponibilidad para el cambio; preocupación por los abusos de poder y por la utilización de la coacción como último recurso...(ver: Liderazgo político y género... Belén Blázquez Vilaplana)

Sin embargo, poco después de la aparición de El cortesano se publicó El Príncipe (1532), obra en la que Maquiavelo reivindicaba la importancia de la energía viril en la acción política. La pasividad y la resignada dependencia de la Fortuna, aparecen en su obra como negativas inercias femeninas, a las que opone el despliegue viril de la virtú –una combinación de ímpetu, inteligencia y astucia- capaz de imponerse a la Fortuna y sus vaivenes, en un gesto autónomo de afirmación, desvinculado por primera vez de cualquier instancia limitante que no sea la de la eficacia política.

Este antagonismo entre lo masculino y lo femenino recorre toda la obra de Maquiavelo y conlleva un nuevo modelo de masculinidad en el que priman la acción, la autonomía, la fuerza orientada por la astucia y la sabiduría, la hegemonía de la mente madura, la búsqueda incesante del triunfo, y en definitiva el arquetipo de Ulises, simultáneamente león y zorro. Por contraposición lo femenino queda asociado a la Naturaleza, la Dependencia,la Pasividad, la Debilidad, la Infancia, la Simpleza, el Instinto, el Cuerpo, la Animalidad, lo Inferior, la Derrota, la Vida incivil, y en definitivo el arquetipo de Circe. Como comenta Ramón Maíz,
“mientras a la naturaleza corresponde la Fortuna, es decir, la dependencia,la pasividad, puede comprobarse cómo ello se prolonga en lo femenino, la debilidad, la infancia; también la simplicidad, lo instintivo y corporal, la animalidad, lo inferior, la tendencia a la derrota, la vida no civil, la figura mítica de Circe, en fin, que fracasa en convertir a Ulises en animal.

Frente a ella se alza la Virtus, que es artificio, es decir, creativa autonomía, acción y, por tanto, masculinidad, ínsita en su propia etimología, vir, virtus; a ella pertenece la fuerza, la potencia efectiva, el poder; suya es también la madurez, la astucia, la sabiduría, la humanidad, en definitiva, superadora de la animalidad corpórea, la superioridad de la vida civil ejemplificada en el mítico Ulises, que por medio de la astucia y la fuerza (león y zorro a la vez) triunfa sobre Circe y la posee.”
(
NICOLÁS MAQUIAVELO: LA POLÍTICA EN LAS CIUDADES DEL SILENCIO, por RAMÓN MAÍZ)

Y señala Mª Blanca Deusdad : “El tener virtud será una característica personal
altamente destacada. ¿Qué entiende por virtud Maquiavelo? Una combinación
de inteligencia, fuerza, valor, astucia. Virtuoso es el comportamiento guerrero;
a través de las batallas y de la valentía expresada en ellas se adquiere virtud.
Su metáfora de que hay que tener “el corazón armado” expresa el
sentimiento de posesión y de afecto hacia la tierra, el vigor y el ímpetu con que
hay que defender las ciudades. Si los hombres tienen poca “virtud” significa
que tienen poca decisión, poca inteligencia, poco ímpetu, poco valor.

Pusilánime sería, pues, el contrario de la virtud maquiaveliana. Sin embargo,
este coraje no debe privarlos a los príncipes de la prudencia ante la acción política.
Por último, la virtud de un Príncipe acaba cuando muere y rara vez continúa en su
sucesor. Las mujeres están carentes de virtud, forman parte del universo de la
fortuna, con su inconstancia y volubilidad están alejadas de la virtud y del valor
de los hombres.

Otro atributo del príncipe debe ser la astucia, su capacidad de prever los entresijos
de la política, dejar a un lado la nobleza de espíritu si es necesario; procurarse alguna oposición para que al vencerla sobresalga más su persona y su fama. No debe tan
solo cultivar su actitud guerrera sino también su actitud civil. Por otro lado, en su
concepto de “fortuna” y “astucia afortunada” invoca la importancia de la utilización
en su favor de las oportunidades que brinda el contexto, no estar a merced de la
fortuna sino aprovecharla en cada ocasión.

Ante todo tiene que tener presente complacer al pueblo para poder estar
legitimado por éste. Tiene, a su vez, que ser respetado; por lo tanto, deberá infundir
respeto a través del control de las armas, pero sobre todo deberá ser amado por su
pueblo. La legitimación se produce con las muestras de afecto, respeto y aceptación
de la población hacia el príncipe. Sin el apoyo de la población no puede mantener su
liderazgo, pues otro de los elementos que lo sustentan es poseer su propio ejército
reclutado entre la población. Además, la manera de hacer cumplir los mandatos es
mitad por la fuerza y la coacción, mitad por esta aceptación del liderazgo del príncipe
que en ningún caso deberá tener la enemistad del pueblo.”

El carisma político en la obra de Nicolás Maquiavelo, Mª Blanca Deusdad Ayala
http://www.tdx.cesca.es/TESIS_UB/AVAILABLE/TDX-0913105-131822//TESIS_BDEUSDAD.pdf


El modelo masculinidad que propone Maquiavelo tiene el acierto de recuperar el valor del ímpetu y de la fuerza transformadora, de la acción que se impone las inercias de lo ya dado y lo trasciende, del valor y del poder reformador frente a las estrategias acomadaticias y cobardes. Sin embargo, la energía del hombre invocado por Maquiavelo no tiene más norte que el de su eficacia personalmente autoevaluada y, por tanto, tiene un grave riesgo de derivar en dominación y tiranía; su valor de convertirse en osadía arrogante, en pavoneo exhibicionista o en violencia injustificada; su astucia en manipulación, mentira y perversión; y su altiva voluntad de control en dolorosa cura de humildad o en estrepitoso fracaso. Por otra parte, el desencanto sobre la condición humana o la visión subordinada de la mujer de los que parte Maquiavelo merman las posibilidades de articular una ética y fundar un verdadero amor que module su proyecto de masculinidad virilista y evite esos riesgos, corrigiendo entre otras cosas su proclividad a unas relaciones de género abusivas. Todo ello convierte este proyecto en insatisfactorio e inviable a largo plazo.

Pero es innegable que Maquiavelo supo concebir por primera vez al político como héroe moderno, que sin deudas con nada ni con nadie, hace uso pleno de su autonomía y se impone al destino con su actividad incesante y resuelta. Se trata de un héroe inequívocamente masculino, porque para Maquiavelo esa acción enérgica sólo puede brotar de la lucidez y determinación de una mente viril.

Para Maquiavelo, los sentimientos sólo tienen un interés estratégico: rigen la vida del vulgo y el político debe saber cómo manipularlos, si quiere conseguir sus fines. Con él, el vínculo entre mente y masculinidad –propio de la tradición filosófica occidental- asciende un escalón más, contribuyendo decisivamente a la emergencia de la identidades masculinas de la modernidad, caracterizadas por considerar el cuerpo y las emociones algo inferior –que esclaviza a las mujeres- y conceder sólo importancia al dominio de su razón autónoma. Este sobredimensionamento de la condición racional masculina –señala Victor Seidler- tuvo graves consecuencias para el hombre moderno, porque le ha impedido integrar constructivamente su dimensión corporal y emocional, provocándole tensiones internas que se siguen traduciendo en violencia hacia los demás o hacia si mismo.

Pero hay más, el héroe de Maquiavelo no parece constreñido por su origen ni por ninguna deuda con el pasado. Se trata de un planteamiento que reformulará Hobbes en su Leviatán (1651) para quien los hombres habrían surgido en un asexuado estado de naturaleza sin depender de nadie, como hongos -como ha recordado Celia Amorós-, hasta llegar a su madurez plena. Esta autonomía pasará con el tiempo a convertirse en otro de los principales rasgos distintivos de la masculinidad moderna y el liberalismo lo convertirá en uno de sus emblemas. Como señala Antonio Giménez Merino (
El género en la teoría política y en la teoría jurídica: del ciudadano a la persona): “en la mitología liberal, el hombre nace completamente autónomo, desligado de cualquier deber hacia los demás, lo que le permite ser dueño de sí mismo y, por tanto, ciudadano de pleno derecho: La única cualidad exigida para [ser ciudadano], aparte de la cualidad natural (no ser niño ni mujer), es ésta: que uno sea su propio señor (sui iuris) y, por tanto, que tenga alguna propiedad que le mantenga (Kant)”


Con Napoleón, aplicado lector y comentarista de Maquiavelo, al que muy reveladoramente se le ha calificado de “
héroe bastardo”, este tipo masculinidad no sólo encontró un representante desmesurado, sino también un impulsor que la convirtió en la pauta normalizada de conducta a través de su obra política y legislativa (Código Civil, planes de estudios, servicio militar obligatorio, etc). A lo largo del siglo XIX, este ideal restrictivo de hombre acabará por consolidarse –como explica George Mosse- con la aportación de otros rasgos como la fortaleza y destreza físicaInglaterra acentuó la importancia del deporte en sus sitema educativo-, la apariencia digna y autocontrolada, la impasibilidad ante el dolor, el sentido personal del honor (práctica del duelo)... y los fascismos los adoptarán como una señal de identidad irrenunciable.

A pesar de su toxicidad e inviabilidad, este modelo virilista sigue teniendo un especial poder de fascinación y se resiste a desaparecer del imaginario masculino –y femenino-. Por eso resurge una y otra vez, enmascarado bajo los más variadas formas y ropajes. Algunos incluso creerán que responde a conductas inscritas en el sustrato biológico de la especie humana y considerarán opresores los intentos de reformular de otro modo las relaciones de género. Y quizás por eso, los hombres y las mujeres que propugnan unas relaciones de género equitativas y satisfactorias permanecen vigilantes ante sus nuevas encarnaciones en hombres o mujeres (feminismo “patriarcal”).

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