martes, septiembre 11, 2007

Otra defensa de la familia, hombres incluidos

Llevo días mirando a ratos los ejemplares de "Educación para la ciudadanía" que han llegado al instituto, y no salgo de mi asombro al comprobar el poco aprecio hacia la condición masculina que se detecta en estos textos. Es curioso que la "perspectiva de género" tan invocada por unos y tan satanizada por otros produzca tan pocos frutos.

Según los más radicales ideólogos del género, tanto nuestra identidad sexual como el papel social que se le atribuye son construcciones que sirven para apuntalar a los que ostentan el poder, es decir a los hombres, y mantener en una posición subordinada a las mujeres. Se trata, por tanto, de desenmascarar las artimañas de las que se vale el poder masculino para colonizar el imaginario de los jóvenes con "ficciones" como la de otorgar importancia a la diferencia sexual, tan útil para sus intereses.

El problema es que los jóvenes se muestran obstinadamente refractarios a estos mensajes, y siguen escenificando el juego de la polaridad sexual y la seducción como siempre, contando ahora además con la ayuda de un mercado dispuesto a espectacularizar la diferencia como nunca antes ocurrió. Por otra parte, las investigaciones neurológicas han demostrado hace ya tiempo que la diferencia sexual es más que una construcción social, aunque todos los seres humanos manifestemos una plasticidad enorme.

En el otro extremo, se sitúan los que ven en la ideología de género el virus más disolvente y letal que imaginarse pueda contra la legitimidad de sus mensajes. Y, seguramente no se equivocan. Es algo que afecta especialmente al cristianismo cuyo universo simbólico otorga constantemente primacía al género masculino. Si algo acabó por mermar definitivamente mi antigua fe católica fueron las lecturas de algunas teólogas feministas.

Como ya no es socialmente aceptable sostener esa primacía masculina, ahora se obvia el asunto –como si la cuestión no tuviera mayor trascendencia-, y se insiste en machaconamente en un único gran argumento: la evidencia de que existen hombres y mujeres, seres de igual dignidad pero diferentes cuya complementariedad es necesaria para crear una estructura familiar natural y psicológicamente sana. Los apologistas de este modelo, una vez aclarada su posición, no dudan en conceder que la feminidad –el eterno femenino- posee una excelencia amorosa superior que se encarna de modo inequívoco en la figura de la madre...

"La tarea de la madre y del padre

Cada miembro de la pareja conyugal tiene una cierta delimitación de sus funciones, aunque los campos del uno y el otro se cruzan, se entremezclan, se superponen y complementan.

La mujer ha sido siempre la que ha transmitido los sentimientos, el mundo de la afectividad, por eso no hay amor como el de una madre. El amor materno se un icono de generosidad, espejo donde se tienen que mirar otros amores: es un amor de donación, que no pide nada a cambio, que busca el bien del hijo por encima de todo y que está lleno de comprensión, disculpa, soporte, perdón."


Fuente: Anexo de Enrique Rojas en Educación para la ciudadanía de editorial Casals, Barcelona, 2007.

Ante excelsa referencia, al hombre, aunque haya cambiado mucho la realidad sociolaboral, sólo le queda seguir trabajando fuera de casa, ponerse a disposición de su esposa en las tareas domésticas, contar cuentos antes de dormir a los niños e incluso educarles, y procurar no ser un rígido y estirado que frena la labor humanizadora y cimentadora de la familia, encarnada por la madre.

El hombre ha sido quién, tradicionalmente, ha transmitido el sentido del trabajo, la responsabilidad económica y el pilar material de la familia. Hoy, en llena entrada del siglo XXI, eso sigue vigente, aunque con muchos matices. En muchos ambientes, la mujer y el marido trabajan fuera de casa y ambos llevan una nómina profesional.

En algunas parejas, la mujer gana mes dinero que el hombre y los papeles clásicos se han invertido o mezclado, cosa que mujer una vitalidad y un dinamismo muy positivo a la familia: el padre tiene que ayudar en las tareas domesticas, sabe la importancia de explicar cuentos a los hijos por la noche (lo que en inglés se llama el "bed time": este tiempo en qué el niño se a la cama y el padre, sentado a la cabecera le explica uno contiene, y el sumerge en un mundo agradable y mágico, donde la fantasía se abre paso), y que con el paso de los años estas cosas dejan una marca imborrable.

También el padre transmite sentimientos, y se aleja de esas sentencies machistas que hemos oído tan a menudo y que dicen que «los hombres no lloran» o que «los hombres no expresan sus sentimientos, los guardan».

¡Qué error! Esta forma de entender las cosas ha llevado muchos golpes en fabricar un tipo de hombre seco, distante, frío, inexpresivo de afecto... que le vuelve incapaz para la vida conyugal.

El hombre también tiene que empeñarse en la educación de los hijos: ayudarlos a encontrarse a sí mismos, que saquen lo mejor de su persona, en pulimentar y en limar las aristas de su personalidad.
La madre humaniza la familia. Ella se el cemento de unió de los unos y los otros. La ternura es el ungüento del amor; la manera fina de ir dejando caer el afecto, el hecho de ponerse en el lugar del otro y saber que la generosidad es darse, pensar más en los otros que en un mismo.

Fuente: Anexo de Enrique Rojas en Educación para la ciudadanía de editorial Casals, Barcelona, 2007.

Es frecuente que en estos medios se señale la fuga de las responsabilidades familiares por parte de muchos hombres y que se denuncie la figura del "padre ausente". De la "madre sobreprotectora" o de la "madre omnipresente e invasiva", por citar otras figuras frecuentes, no se acostumbra a decir nada.

El padre ausente

Es preciso mencionar el llamado padre ausente en las familias estables: es aquel padre que existe, pero que no aparece, no cuenta, no es capaz de transmitir amor, afectividad, conocimiento... que se ha ido convirtiendo en una figura vacía, sin relieve, porque no se implica a fondo con el resto de la familia.

Es frecuente que pase en padres que sólo tienen tiempo para trabajar, a los que su afán profesional los ha devorado. Muchos hiles dicen: «padre, vuelve pronto en casa, no queremos que ganes más dinero ni nos compres nada más, te queremos a nuestro lado».

Fuente: Anexo de Enrique Rojas en Educación para la ciudadanía de editorial Casals, Barcelona, 2007.

De este modo, salvo contadas excepciones –el texto de José Antonio Marina es muy equilibrado-, la mayoría de los libros de educación para la ciudadanía acaban resultando todos misándricos, a pesar de sus muy diferentes orientaciones. A nivel popular ha calado esta misandria ambiental, que unida al inculpación difusa que deriva de la lacra de la violencia doméstica –expresión terrible de la crisis de la identidad masculina- tiene el negativo efecto de hacer creer que no se puede esperar nada bueno ni respetable de la condición masculina. Las series de televisión hace tiempo que lo entendieron y por eso insisten tanto en apuntalar el estereotipo del padre estúpido (www.elpais.com/diario/radioytv/?d_date=20070404).

Si entendemos la perspectiva de género como una herramienta destinada no a denunciar la opresión masculina o a negar la diferencia sexual, sino a estudiar cómo se construyen y vehiculan las identidades asociadas a la diferencia sexual, y cómo se transforman y modulan según las circunstancias, entenderemos mucho mejor las relaciones entre hombres y mujeres y podremos contribuir a que sean más gratas.

Hace ya tiempo que en el seno del feminismo se alzaron voces que reclamaron más atención hacia la condición masculina, porque se entendió que sobre la base de su vituperio permanente y sin una identidad masculina sólida sería imposible construir relaciones equilibradas y satisfactorias, sobretodo el horizonte de unas transformaciones sociolaborales profundas y desestabilizadoras. Se equivocan quienes insisten en poner la identidad masculina bajo sospecha permanente y convierten su adquisición en una misión imposible. También se equivocan los que se empecinan en negar el carácter relativo y transformable del género y se encallan en mistificaciones de la feminidad sin saber dónde colocar una masculinidad desplazada.

Por eso me ha encantado el texto del suplemento dominical de EL PAÍS, dónde desde una óptica no confesional se hacía una de la mejores defensas de la familia que cabe hacer hoy por hoy. Y el hombre salía bien parado.

Diario de un padre del siglo XXI

Se acabó salir y viajar. Toca dar biberones, jugar al escondite y elegir el color de los leotardos. El periodista y escritor Antonio Jiménez Barca relata la absorbente y emocionante labor de criar a dos hijos.
Pongamos que me llamo Ernesto. Tengo dos hijos: Julia, de cinco años, y Luis, de uno. Ahora mismo los dos miran por encima del hombro lo que escribo. Paula, con mala cara.
-Papá, ¿jugamos?
-Ahora no puedo. Además, hay que ir al colé. Luego, ¿a qué quieres jugar?
-Al escondite, a las mini-pets, a saltar a la comba. A todo.
-Después, ¿vale?
-Vale.
Luisito tiene más carácter: de un manotazo limpio al grito de "tala-tala" manda el texto (y casi el ordenador) a hacer puñetas. Así que hay que empezar otra vez. Diario de un padre del siglo XXI. Me llamo Ernesto. Tengo dos hijos. Una de cinco años, y otro, de uno recién cumplido. Para el que no se acuerde o no lo sepa, a los cinco años un niño quema al día la misma energía que Rafa Nadal en un partido; a los 12 meses está aprendiendo a andar, a meterse los enchufes en la boca o a ensayar el salto en caída libre desde las sillas. Es decir, cuando un padre de dos niños de estas características asegura que no tiene tiempo para esto o lo otro, créanle: no es una frase hecha. Y esto y lo otro tienen su importancia. Eran su vida anterior, su vida sin niños: salir, entrar, quedar, viajar, leer, o bajar a la playa sin planificar cada movimiento como si se tratara del desembarco de Normandía. En eso (Normandía) ha consistido nuestro fin de semana. Todos los fines de semana desde hace unos años. Por eso no les niego que experimento un maligno bienestar al pensar que hoy, por fin, es lunes y hay colegio.
Pero me enrollo y no hay tiempo. Miro el reloj: las nueve menos diez. Manuela, la chica que se encarga de Luisito, está al venir. Somos padres del siglo XXI, así que mi mujer, Carmen, también trabaja y viaja, y hoy no estará en casa en todo el día. Además, no nos queda otra que contar con dos sueldos: hemos contraído hace poco una hipoteca del siglo XXI, esto es, que durará casi todo el siglo XXI.
Julia me observa y yo la observo a ella. Otra vez lo hemos conseguido. En una hora está despierta, vestida, desayunada, peinada, lista para salir hacia el colegio. No ha sido fácil. Al principio no sabía cómo vestirse. Ni yo tampoco cómo vestirla. Con el tiempo hemos aprendido juntos. Ella, a abrocharse las cremalleras y a pasar los botones. Yo, a que, a veces, tratándose de una chica, hay que conjugar el color de las pinzas del pelo con los leotardos. El colegio está cerca de casa. Vamos andando. Por el camino me encuentro con el papá de Carlitos, que invita a Julia el sábado a un macrocumpleaños que Carlitos celebrará en un local de esos de bolas, con payasos y con cuentacuentos. Digo que sí, que Julia acepta. En el paso de cebra se me acerca la madre de Elisita, que hará una fiesta el viernes en su casa, con payasos y cuentacuentos (espero que distintos). Digo que sí, que gracias. Al entrar en el colegio, la madre de Ricardito, de la APA (Asociación de Padres), me recuerda que el viernes es la fiesta que los padres organizamos por el principio del trimestre, que los padres que quieran harán de payasos y de cuentacuentos. Respondo que no me olvido, dejo a Julia en el colegio, me voy para la oficina y pienso: a) que mi hija tiene más vida social que mi hermana soltera (yo ni me comparo, claro), y b) que los pa dres de ahora nos hemos convertido un poco en parques temáticos de nuestros propios hijos. Tememos que se aburran. Recuerdo los cumpleaños de mi infancia, a los que venían los cuatro amiguitos del portal y un batallón de primos, sin payasos ni cuentacuentos. Y pienso también en las tardes de aburrimiento de los eternos veranos de la EGB. Mi madre, que creció en la posguerra, se preocupaba mucho de que mis hermanos y yo comiéramos, de que no pilláramos una infección, pero le resultaba indiferente que nos aburriéramos.
-Mamá, me aburro.
-Pues cómprate un mono, y quítate de ahí, que tengo que tender.
El que nos aburriéramos lo consideraba casi inevitable y hasta provechoso, porque pensaba que eran los propios niños los encargados de buscarse entretenimiento. No sé quién tiene razón, pero, por si acaso, apunto las citas de mi hija en mi agenda. Es difícil ser padre en cualquier siglo.
Carmen vuelve antes de lo previsto: recogerá a Julia, se encargará de Luisito por la tarde. Yo aprovecho para adelantar cosas en la oficina y como en una cafetería con otros compañeros. Me dan ideas para el diario: la falta de guarderías públicas, la falta de empresas con verdadero afán de conciliación. Uno, de más edad, nos recuerda otra característica de los padres
Nos hemos convertido en parques temáticos de nuestros hijos. Mi madre se preocupaba de que comiéramos, pero le resultaba más o menos indiferente que nos aburriéramos
del siglo XXI. Los hijos no se irán de casa hasta mucho después de que sus padres se jubilen. Además, dado el régimen algo dictatorial que los hijos ejercen sobre los padres, la casa acaba perteneciéndoles. El compañero acabó relatando la bronca que mantuvo con sus hijos este fin de semana porque decidió a última hora no irse a la casa de la sierra, chafándoles los planes de fiesta a los adolescentes.
Volvemos a la oficina. Trabajo unas horas. Intento regresar a casa antes de las siete y media, la hora crítica. Carmen me recibe con Luisito en la bañera, berreando, con el baño encharcado. Julia se ha escaqueado y, disfrazada de princesa, juega en el salón, ella sola, con un disco de cuentos a todo trapo. Dan ganas de darse la vuelta.
-¿Jugamos a príncipes, papá?
-Ahora no. A bañarse. A cenar. A dormir.
-Jo.
Conseguimos que en menos de 40 minutos la casa se serene. Cada tarde es así: a un caos aparentemente ingobernable le sucede una calma milagrosa. Mientras doy el biberón a Luisito. que ya cierra losojos, pienso en eso, en el milagro que ocurre cada tarde en mi casa y en algo que oí en la radio hace meses y que me impresionó: los niños son pequeñas máquinas de generar sentimientos: amor, pánico, euforia, dicha, calma... Es cierto. Lo he experimentado. Porque los padres del siglo XXI, y ahora me refiero sólo a los hombres, tenemos menos horas para nosotros, ocupados en la crianza y en la atención de los hijos. Mi padre se ocupaba sólo de tomar las grandes decisiones sobre los hijos. Nosotros, además, nos ocupamos de las pequeñas: el color de la gomita del pelo, por ejemplo. Y el caudal de sentimientos que arrastra cada minúsculo acto conjunto compensa. Es algo que las madres han sabido desde siempre. Pero me enrollo. Y Luisito se ha quedado frito con el biberón en la boca. Les miro mientras se van durmiendo. Se acurrucan en sus camas. Imagino que piensan que nada malo va a pasarles jamás. Pero yo soy el que me siento protegido al verles. No me pidan que lo explique. Aunque Julia abre a última hora un ojo Rafael-Nadal y pregunta:
-¿Jugamos de una vez?
-Claro, reina. Ahora sí. Un poquito, antes de dormir. Pero espera, que me quedan aún cuatro frases.
Me acerco a ella. Le pregunto.
-¿A qué quieres jugar?
-A todo.

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