martes, septiembre 18, 2007

El psicologismo según Gustavo Martín Garzo

Reproduzco el artículo de Gustavo Martín Gazo en EL PAÍS del domingo pasado sobre los excesos psicologistas reinantes y la cultura terapeútica, que no he léido hasta hoy. Reproduzco a continuación el artículo de Luis Rojas Marcos a que se alude en el texto.

Nuestra pequeña mano

¿Qué hemos hecho de la psicología? Aquella delicada ciencia que exploraba el alma humana y se preguntaba por el significado de nuestros sueños hoy día apenas es otra cosa que un conjunto de obviedades y recetarios apresurados. Atrás parecen haber quedado la insondable obra de Freud y su pregunta acerca de por qué nos perturban nuestros deseos, las divagaciones de C. G. Jung sobre el poder liberador de los símbolos, las delicadas fantasías de Melanie Klein sobre el mundo de los niños, o las reflexiones de Lacan sobre el poder creador del lenguaje. La psicología ya no trata de responder a la pregunta eterna de quién somos, sino de encontrar fórmulas que nos permitan lograr mejor nuestros objetivos de acomodación a lo que hay. Pero ¿el mundo tiene que ser necesariamente como es? Aun más ¿no radica en esa necesidad de preguntarnos si podría ser de otra forma una parte esencial de nuestra humanidad? Perceval visitó un extraño reino donde todo estaba muerto, y contempló a su rey herido y el lúgubre cortejo de la copa de oro y, al evitar preguntar por lo que pasaba, los condenó sin saberlo a que continuaran eternamente igual. El tema de las preguntas que por no plantearse conducen a la esterilidad y a la muerte del pensamiento es un tema muy repetido en el folklore, y me temo que algo así está empezando a pasar entre nosotros, y tal vez por eso, porque no pensamos, dimanamos autosatisfacción. Pero ¿de verdad tenemos motivos para estar tan contentos? Es cierto que el mundo que nos ofrecen las oficinas de viaje y las promociones de la banca poco o nada tiene que ver con el mudo oscuro de los cuentos de hadas, pero a cambio, como diría Chesterton, es mucho menos interesante. Un mundo sin sentimientos ni memoria, un mundo sin desatinos ni sueños puede que fuera menos perturbador que el nuestro, pero ¿de verdad merecería la pena vivir en él?

Pero la pregunta acerca de quiénes somos sólo puede formularse a través de la contemplación del mundo en que nos ha tocado vivir. La realidad es nuestra máxima construcción colectiva: el terreno de lo común, de las percepciones y normas compartidas, el gran escenario de un juego en el que todos participamos, y cuyas reglas revelan lo que estamos dispuestos a hacer con la vida. Numerosas voces claman por el trato que damos a la naturaleza, o llaman la atención sobre ese espectáculo grotesco en que hemos transformado la política. Ambas, naturaleza y política, han estado en el corazón de las aspiraciones humanas a lo largo de la historia, pues el mundo es, ante todo, "un lugar para vivir". Pero el hombre posee una asombrosa capacidad para observar el complejo discurrir de sus pensamientos, sentimientos, intuiciones, fantasías, recuerdos y deseos. Todos ellos constituyen un prodigioso mundo interior, sobre el que no hemos dejado de interrogarnos desde los albores de la humanidad, gracias al fabuloso misterio de la conciencia. Y desde hace más o menos dos siglos ha sido la psicología la ciencia encargada de llevar a cabo esa apasionante tarea.

Y puede que en ningún otro momento de la historia esta joven disciplina haya estado tan presente en nuestras vidas. Las Facultades rebosan de estudiantes, equipos de profesionales intervienen en las tragedias colectivas, seleccionan personal en las empresas o participan en "reality shows" televisivos, y muchos psicólogos y psiquiatras expresan sus opiniones y consejos en los medios de comunicación o escriben libros con indicaciones terapéuticas o de auto-ayuda. A pesar de que el acceso a la psicología en la Sanidad Pública sigue siendo precario, proliferan los artículos y revistas que divulgan un supuesto saber científico en torno a las profundidades de la mente humana. Uno de ellos, titulado "Autoestima española", de un prestigioso psiquiatra, ha llamado poderosamente mi atención por la manera en que ejemplifica el trato que suele darse a estas cuestiones en los medios de comunicación.

Las consideraciones que se vierten en ese artículo en torno a la autoestima nada aportan de original y adolecen de la misma formulación autosuficiente que suele imperar en los actuales escritos sobre psicología: son la expresión de la obviedad elevada al rango de ciencia. Las hipótesis (en este caso, que los españoles gozamos de una excelente autoestima) no necesitan ser demostradas a través de la reflexión o la argumentación, sino de numerosas encuestas en las que se ha preguntado directamente a miles de personas sobre su nivel de satisfacción consigo mismas. A partir de aquí, cualquier cuestionamiento sobra: también cualquier explicación. La estadística por sí sola ha comprobado lo que, a los ojos de cualquier simple mortal, sería imposible de medir: el nivel de satisfacción subjetiva de un pueblo. El propio autor reconoce la dificultad y afirma que la autoestima "no podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar". Todo se juega, pues, en las preguntas. La calidad de las respuestas depende de ellas: por eso los grandes filósofos se han distinguido siempre por la manera singular en que interrogan a la realidad.

La psicología hegemónica actual, en su empeño por alcanzar el estatus de una ciencia empírica (cuando su objeto de estudio, la subjetividad humana, no puede ser más inasible a través de mediciones estadísticas), ha hecho un tristísimo uso de las preguntas: planteando sólo las más previsibles, limitando al máximo las respuestas, eliminando por completo todo género de matices y detalles. Los resultados obtenidos son tan pobres como la herramienta utilizada, pero se vuelven incuestionables tras haber pasado por el filtro de las matemáticas y la estadística. Nuestro psiquiatra acaba su artículo sugiriendo que quizá los españoles tengan una percepción equivocada de sí mismos. Aún no nos hemos dado cuenta de la magnífica verdad que describen por nosotros las encuestas: "los pensamientos automáticos derrotistas nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional".

Este mismo esquema se aplica a diario en el terreno de la psicología clínica. Muchas terapias se basan en el aprendizaje de técnicas y ejercicios conducentes al control de los síntomas, renunciando a plantear los interrogantes básicos acerca de su origen o sentido. Y tales métodos se presentan como científicamente probados a través de experimentos empíricos, basados, en su inicio, en la comparación de la conducta humana con la que se puede observar en los ratones. El mensaje surge con claridad: "la psique es mucho más simple de lo que se ha podido pensar o intuir, responde a sencillos mecanismos de estímulo-respuesta, el hombre es un animal previsible".

La psicología, como disciplina dedicada al estudio de la mente humana, y en su vertiente terapéutica, da cuenta de la manera en que nos vemos a nosotros mismos, del modo en que nos acercamos a los demás y de la idea de bienestar y curación que proyectamos en quienes sufren. Su estado no hace más que demostrarnos la pobreza de nuestras aspiraciones, la poca importancia acordada a la creatividad y al juego, la profunda limitación de nuestra concepción del ser humano. Las llamadas estrategias de distracción proponen desviar la atención de la angustia para centrarla en banalidades cotidianas: el número de personas que llevan una prenda roja en un vagón de metro o la suma de las matrículas de los coches. ¿Por qué aspirar a que una persona disfrute del arte o encuentre un refugio en su imaginación? ¿Por qué tratar de ahondar en sus desdichas y reflexionar sobre ellas? ¿Por qué escuchar, con el compromiso que exige la verdadera escucha, sus sueños, temores y esperanzas: adentrarse en el terreno de lo no vivido? Es más sencillo y eficaz hacer un vacío en el pensamiento, desconfiar del poder de la palabra. Las terapias, lejos de tratar de conducir a las personas a la máxima realización de sus posibilidades, se convierten en la negación de lo específicamente humano: renuncia al vuelo del pensamiento y a la radical función del lenguaje. Como si a un pájaro atemorizado se le convenciera de que la vida es hermosa sobre una rama y no es conveniente que se lance a volar. A pesar de haber nacido con alas, se le recomienda que no las utilice, pues entrañan peligros. ¿Para qué arriesgarse? Uno puede perderse o caerse en las alturas, errar el camino de vuelta, ser atacado o sentirse inseguro. Nada le garantiza el bienestar. Del mismo modo la psicología, en su progresivo empobrecimiento, desea convencernos de que no merece la pena adentrarse en los oscuros caminos del pensamiento, la imaginación y la memoria. Se afana en disfrazar su complejidad, reforzar sus engaños, no descubrir sus potenciales. Parece ignorar que, como dijo Hölderlin, en "el peligro puede estar, también, la salvación".

Una arriesgada reflexión resulta imprescindible: ¿Qué hemos hecho del estudio de la mente humana, ese lugar fascinante y enigmático, para que haya derivado en tal cantidad de despropósitos? Toda la responsabilidad es nuestra. La vida y el mundo dependen del sentido que queramos otorgarles: de la medida en que estemos dispuestos a implicarnos, del compromiso que adquiramos con ellos. Un cuento proveniente de la tradición de los judíos jasidim, puesto en boca del Baal Shem Tov, llama la atención sobre el enorme potencial de nuestras realidades, pero también sobre la incesante tentación de apartar e ignorar sus maravillas: "¡Ay! ¡El mundo está lleno de brillantes resplandores y de misterios y el hombre los aleja de sí con una pequeña mano!". La psicología puede ser el terreno privilegiado de la imaginación, la memoria, la reflexión y el juego; también el de la obviedad, la simplificación y el conformismo. La elección sólo recae en nuestra pequeña mano.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

FUENTE: http://www.elpais.com/articulo/opinion/pequena/mano/elpepuopi/20070916elpepiopi_5/Tes

Autoestima española

En un vuelo reciente a España desde Nueva York, me tocó de compañera de asiento una señora muy cordial que antes de abrocharnos los cinturones ya me había interrogado sobre el motivo del viaje. Al mencionarle que iba a dar una conferencia sobre la autoestima, la inquisitiva mujer exclamó: "¡Pues de eso en España andamos fatal!". Quise indagar en qué basaba tan contundente afirmación y me dijo sin vacilar: "Mire, vivimos rodeados de maltratadores y terroristas". Sorprendido, le pregunté si conocía a muchos de estos desalmados. La afable señora deliberó unos minutos y respondió con extrañeza: "Ahora que me paro a pensar, la verdad es que a mi alrededor no hay maltratadores, y tampoco conozco a ningún terrorista". Seguidamente, los dos guardamos silencio.Mi compañera de viaje había reaccionado con lo que llamamos en psiquiatría pensamientos automáticos. Estos pensamientos se forjan con prejuicios o generalizaciones irreflexivas y suelen derivar en juicios tan negativos como desacertados. Para hacerle justicia a mi interlocutora, explicaré que al despedirnos me comunicó con emoción: "¡La culpa de lo que le dije la tienen los telediarios!". Deduje que después de razonar se percató de que había confundido la noticia o lo aberrante con la vida normal o lo habitual.La realidad es que la autoestima de los españoles, hombres y mujeres, mayores y pequeños, se sitúa actualmente entre las más saludables y elevadas del planeta. Ésta es la conclusión a la que llegan, con singular consistencia estadística, estudio tras estudio. Expertos como Michael Argyle y Ruut Veenhoven, de las universidades de Oxford y Erasmus de Rotterdam respectivamente, ya revelaron esta tendencia positiva en los años noventa. En 2000, un sondeo Demoscopia elaborado mediante entrevistas a domicilio señalaba que seis de cada diez españoles decían sentirse bien consigo mismos, además de confiar en un mundo cada vez más sano, libre y feliz. Dos años más tarde, la agencia oficial Eurobarómetro mostraba que la población española, junto con la holandesa, obtenía la cota más alta en bienestar psicológico. En 2006 este mismo organismo documentó que el 84% de los españoles afirmaba estar muy o bastante satisfechos con su vida, cuatro puntos por encima del resto de los europeos. Entre los jóvenes, el termómetro de la autoestima también marca niveles superiores a la mayoría de los países de la UE, como reflejó el informe Juventud en España 2004 y confirmó recientemente Unicef. Es verdad que todos conocemos paisanos que viven hundidos en el autodesprecio y hasta piensan que no merecen vivir. Pero incluso si usamos la tasa de suicidios como indicador del estado emocional de un pueblo -algo que propuso el respetable sociólogo francés Émile Durkheim-, la proporción de estas trágicas despedidas en España se encuentra entre las más bajas de Occidente (según Eurostat, en 2005 se contabilizaron 6,6 suicidios por cada 100.000 habitantes en este país, mientras que la media en el resto de Europa y Estados Unidos rozaba 11 muertes).Es cierto también que una alta autovaloración no es siempre un dato beneficioso. Como ocurre con el colesterol, existe una autoestima "buena" o socialmente constructiva y otra "mala", o narcisista, que se basa en el dominio sobre los demás. ¿Quién no se ha topado con algún déspota de ego inflado que practica el abuso de poder? Estos verdugos prepotentes son minoría, pero mantienen su capital de amor propio a costa de robárselo a otros, y hacen estragos en el ámbito social, laboral, escolar o familiar.La autoestima, entendida por la valoración que hacemos de la idea de nosotros mismos, es subjetiva. No podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar. Además es personal; a la hora de autovalorarnos no distinguimos entre mí y mío, y, de acuerdo con nuestras prioridades, ponemos en la balanza desde la habilidad para relacionarnos hasta nuestras posesiones, pasando por el físico, la aptitud para el trabajo o para desempeñar nuestro papel familiar o social, los talentos, los logros o los fracasos. También sopesamos el grupo social al que pertenecemos y las opiniones que creemos tienen de nosotros los demás. Al autovalorarnos, casi todos nos protegemos excluyendo del cómputo los problemas que consideramos fuera de nuestro control o los infortunios inevitables.La buena autoestima de los ciudadanos es un dato de gran relevancia que debemos celebrar. Pocas cosas son más determinantes en la vida de las personas que cómo se sienten consigo mismas. Una autoestima sana suele ir de la mano de la participación constructiva en la sociedad, de la capacidad para adaptarnos a los cambios y superar la adversidad y de la satisfacción con la vida en general.Siempre me ha llamado la atención el hecho de que mientras los estadounidenses tienden a presumir sin reparos de autovalorarse generosamente, mis paisanos españoles no suelen hablar, y mucho menos vanagloriarse, de su probada autoestima. Creo que esta actitud se debe, en parte, a que en España, tradicionalmente, la percepción favorable de uno mismo se ha teñido de ignorancia o de egocentrismo. Otro condicionante es la exaltación de la modestia, bien como virtud espiritual o por aquello de que "la uña que sobresale es la que recibe los golpes". Finalmente, no puedo evitar volver a la anécdota del principio para expresar mi convencimiento de que los pensamientos automáticos derrotistas, que tanto abundan en este Reino, nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional.Luis Rojas Marcos es psiquiatra y profesor en la Universidad de Nueva York (El País, 09/06/07).

Funte: http://ccampos1946.blog.com/1834013/

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