martes, enero 23, 2007

INDIFERENCIA CORTÉS

En el País Semanal de 7 de enero de 2007, comenta Vicente Verdú que...

Nunca antes ha despertado más el deseo de una vida colectiva mejor y la de­manda de mayor calidad humana. Preci­samente, aun los peores manuales de auto-ayuda proponiendo caminos hacia la feli­cidad contienen consejos éticos para sí y para la mejor relación con los demás.

Ser persona a la manera personista es el modelo de futuro, la primera revolución para este siglo XXI. Un movimiento sazo­nado de atributos femeninos, puesto que la emotividad, la inteligencia intuitiva o la inteligencia relacional proceden de fuentes más próximas a la mujer, cuya presencia creciente decidirá la dirección y organización del trabajo, la educación, la dirección social. Una composición fe­menina, en fin, que sitúa en primer lugar a la idea de persona y no la abstracción "ser humano", de histórica atención viril.

Los tratos personales, la empatía, la calidad del contacto son cada vez más de­cisivos en una economía de servicios don­de la confianza y la comunicación tú a tú se transforma en el eje del funcionamien­to, fuera y dentro de la Red, en los asuntos de la producción, de la reproducción o de la traducción. En los asuntos con los clien­tes y los proveedores, más las emisiones para toda clase de receptores.

Cuando leo semejantes reflexiones, tengo la impresión de que la tendencia a hacer propaganda del futuro es incontenible, porque mis ojos contemplan otra realidad menos entusiasmante, próxima a lo que Simmel denomina “indiferencia cortés”, la actitud por excelencia de los entornos urbanos . Como comenta Simmel, esta forma de sociabilidad permite neutralizar al otro y evitar que perturbe nuestra estabilidad, protegida tras la distancia de un frío muro de corrección formal.


Nada agrede más que las expansiones amigables de un desconocido. Cogen en falso y suelen vivirse como un atentado contra nuestra “posición” laboriosamente construida y como un reto impertinente a nuestra menguada naturalidad.

El temor a que el otro nos invada abusivamente o que ponga peligro nuestro orden acaba esterilizando y pervirtiendo los hábitos convivenciales, aquejados de una pérdida progresiva de la espontaneidad. La autonegación de tal pérdida a veces tiene un efecto perverso: un incremento de la espontaneidad fingida o impostada, que algunos llegan a confundir con la cordialidad verdadera. En todo caso, entre las mujeres esta “impostura emotiva contra impertinentes” quizás sí tenga más éxito y engañe a más de uno, pero la acelerada perdida de capacidades para el encuentro verdadero continúa.

Las nuevas generaciones parecen haber completado el proceso. Viven inmersas en “el mundo del desencuentro directamente”, descrito por Bauman, (Ética posmoderna, s. XXI, 2005, p.176) cada vez más ajenos a emociones como la empatía –dicen que deben desarrollarse antes de los 8 años o ese handicap se arrastrará de por vida- o la compasión, midiendo sus relaciones solipsistamente en términos de coste-beneficio (por ejemplo, “¿incentiva y satisface mis deseos o me aburre?”). Comenta Bauman:

Gracias a la técnica del desencuentro, se envía al extraño a la esfera de la desatención, esa esfera dentro de la cual se evita cuidadosamente cualquier contacto consciente, sobre todo una conducta que él pueda reconocer como un contacto consciente. Éste es el ámbito del no compromiso, del va­cío emocional, inhóspito tanto para la compasión como para la hos­tilidad; un territorio inexplorado, desprovisto de letreros; una reser­va de vida silvestre dentro del mundo donde se desarrolla la vida. Por esta razón debe ser ignorado. Sobre todo, debe enseñarse a ignorarlo y debe desearse ignorarlo de manera inequívoca.

Dentro del grupo de técnicas que se combinan para formar el ar­te del desencuentro, tal vez la más prominente sea evitar el contacto visual. Basta con observar el número de miradas furtivas que cada pea­tón echa a su alrededor para monitorear los movimientos de los tran­seúntes y evitar una colisión; o el escrutinio visual subrepticio que ha­cemos en una oficina o sala de espera atiborradas para localizar un lugar donde no seamos vistos, para darnos cuenta de cuan complejas son las habilidades que exige este arte.9 El punto es ver y a la vez pre­tender que no estamos viendo. Mirar "inofensivamente", sin provocar respuesta, ni invitar ni justificar reciprocidad; estar alertas mientras demostramos desatención: un escrutinio disfrazado de indiferencia. Una mirada reconfortante que nos asegure que nada seguirá a esa mi­rada indiferente ni presupondrá derechos u obligaciones mutuos.

Mas el efecto sumario de la aplicación universal de la indiferencia cortés es, como demuestra tan atinadamente Helmuth Plessner, la pérdida de rostro o, mejor dicho, la imposibilidad de adquirir uno. La mul­titud urbana no es una colección de individuos, sino un agregado in­discriminado e informe en el que el individuo se disuelve. La multitud no tiene rostro, pero tampoco, las unidades que la forman. Las uni­dades son sustituibles y desechables, su entrada y salida no hacen di­ferencia. Es por medio de su carencia de rostro que las unidades mó­viles del congestionamiento urbano son desactivadas como posibles fuentes de compromiso social.

El efecto de desplegar el arte del desencuentro está "desocializando" el espacio circundante potencialmente social, o impidiendo que el espacio físico en el que nos movemos se convierta en un espacio social, con reglas de compromiso e interacción. Las técnicas del desencuentro sirven para lograr este efecto e informar a quienquiera que observe que se ha logrado este efecto y que, de hecho, tal era la intención. Arrojar del espacio social a los otros que de otra manera se encuentran al al­cance (esto es, que están físicamente cerca), o negarles la admisión, significa abstenerse de conocerlos (y negarles que nos conozcan). Los otros que han sido arrojados pululan en el segundo plano del mun­do percibido y se sienten apremiados de permanecer ahí, siendo, fi­nalmente, caparazones de humanidad informes y sin rostro. No debo permitir que mi conciencia subliminal de su humanidad aflore a la superficie al reconocer su subjetividad.

Por lo mismo, mi cortesía y buen juicio me permiten tolerar su pre­sencia; aun cuando sólo sea su presencia en el telón de fondo. Al ha­cerlo, rindo tributo a mi generosidad, no a sus derechos. Yo fijo los lí­mites hasta los que puedo llegar; estos límites pueden cambiar, ya que no tienen ningún carácter obligatorio y el material en el que están la­brados no tiene resistencia propia, ni estructura a la que'deba apegarme con el mismo cuidado con el que analizo mis instrumentos para modelar y calculo su capacidad de modelado. Sin rostro, los indivi­duos formados —o nunca plenamente formados— se mezclan en el compuesto homogéneo en el que se inserta mi vida. Al igual que las otras muestras de esta amalgama, aparecen, según la frase memora­ble de Simmel, "con un tono parejo y gris; ningún objeto merece preferencia sobre otro". Si se observan los valores diferentes de los objetos y, por ende, a los objetos mismos qua objetos, se les "experi­menta como insustanciales". Todas las cosas, por así decirlo, "flotan con una gravedad específica similar... yacen en el mismo nivel y difie­ren entre sí únicamente por el tamaño de la superficie que ocupan".

Simmel insiste en que mantenerse a una distancia desde la cual to­dos los rostros se empañan y se vuelven manchas grises informes y uni­formes, ese desapego siempre matizado de aversión y antipatía —o, mejor dicho, que se esfuerza por apartar el riesgo de la simpatía—, es una defensa natural frente a los peligros inherentes de vivir entre ex­traños. La repulsión y la hostilidad discreta, controlada casi siempre aunque nunca erradicada plenamente y siempre lista para condensar­se en odio, hacen que esa vida sea técnicamente posible y soportable desde un punto de vista psicológico. Sostienen la disociación, que es la única forma de socialización en tales circunstancias: vivir al lado del otro, aunque no juntos. Hoy son los medios de autodefensa natura­les... y los únicos de que disponemos.


A diferencia de los encuentros verdaderos, los desencuentros son acontecimientos sin historia previa —nadie prevé que habrá extra­ños— que se viven de tal manera que es imposible que tengan secue­las. Son episodios, y un episodio, como lo definiera Milán Kundera, "no es una consecuencia inevitable de una acción precedente, ni la causa de lo que seguirá; es externa a la cadena causal de acontecimientos que forman la historia. Es un mero accidente estéril que puede omi­tirse sin que la historia pierda continuidad, que no deja una marca permanente en la vida de los personajes".

1 comentario:

Gregorio Luri dijo...

Compartimos, por lo que parece, el aprecio por Simmel.