Leo y leo sobre el caso de la niña de 13 años Hannah Jones y sólo encuentro motivos de desasosiego y de perplejidad. Desasosiego por el extenuante sufrimiento de Hannah y de sus padres que le ha llevado a decidir no seguir luchando por la vida, pero también por el casi unánime respaldo que ha recibido esa determinación por parte de la mayoría de los opinantes. Me asombra que asuman sin más que es una decisión libérrima, cuando es evidente que ha sido adoptada en un estado de desgaste anímico extraordinario. Existe una tendencia creciente a avalar las decisiones fatales sobre la propia vida si parecen adoptadas desde la calma y la reflexión, pero casi nadie se cuestiona si detrás de esas determinaciones lo que quizás hay es alguien que racionaliza su soledad y desamparo ante un dolor que le desborda. Creo que Armand Puig (Facultad de Teología de Barcelona) ha acertado al señalar que “esta decisión es una derrota de todos”. El respeto a estas decisiones –con frecuencia militantemente propagandista- vela la interpelación a una comunidad que no ha sido capaz de mantener el amor por la vida en algunos de sus miembros más angustiados. Expresiones como “calidad de vida”, “encarnizamiento terapéutico”, “autonomía del paciente”, etc. se están convirtiendo en nuevos fetiches que sólo apuntan en una dirección: la vida ya no es sagrada y no siempre merece auxilio y defensa. Como explica Laura Bossi en su Historia natural del alma, la muerte está pasando a ser una “parada de la vida” voluntariamente decidida.
Lo que me provoca especial perplejidad es la noción del “menor maduro”. En una sociedad sobreproteccionista, en la que a los jóvenes se les está tratando como si fueran niños tanto en la familia y como en la escuela, ahora resulta que se apela a una supuesta madurez anticipada para reconocer a los menores el poder de decidir sobre su vida. Núria Terribas, la directora del Institut Borja de ¡Bioética!, dice que no hay que actuar como si fuéramos propietarios de los menores: ¡no hemos de ser tan “paternalistas”!.
Inmaduros ante la vida, maduros para la muerte
Los adolescentes no suelen tener derecho a opinar en cosas menores, pero su madurez puede crecer hasta adoptar decisiones adultas
JAIME PRATS EL PAÍS, 15/11/2008
Los adolescentes no suelen ser oídos en cuestiones menores de su propia vida, pero su madurez puede crecer hasta ser capaces de decidir, por ejemplo, sobre su muerte. ¿Contradicción? Los psicólogos creen que, sometidos a una situación de dureza, son ampliamente capaces de adoptar una decisión adulta. Y la ley les da la razón.
En España hubo un 'caso Hannah': se llamaba Marcos y era testigo de Jehová
El Constitucional reconoció su derecho a rechazar una transfusión
Un menor puede tener juicio para una cuestión y no para otras
A partir de los 12 años existe la obligación legal de escuchar al niño
Las imágenes de Hannah Jones, de 13 años, rodeada de peluches en su habitación y dando explicaciones de los motivos por los que prefiere morir rodeada de los suyos a someterse a un trasplante de corazón de eficacia dudosa, se colaron el miércoles pasado en las casas de medio mundo a través de los informativos. "Hay demasiados riesgos. Podría no salir bien y quedarme peor de lo que estoy ahora", explicaba con asombroso aplomo. "Además, los médicos no pueden asegurar de forma científica que si acepto el trasplante me curaré", añadía mirando a la cámara con su cara pecosa.
La cuestión habría estado fuera de toda discusión si se hubiera tratado de un adulto. El Convenio del Consejo de Europa de Derechos Humanos y Biomedicina de 1997, con rango de ley en todos los países miembros, establece con claridad que cualquier paciente puede rechazar el tratamiento propuesto por los médicos sin necesidad de justificar su decisión. Es una opción que entra dentro de la autonomía de cada persona y que se puede llevar al extremo, siempre que, evidentemente, se esté en plenitud de facultades mentales.
¿Qué sucede cuando se trata de un menor? El rechazo de pacientes a someterse a un trasplante "ha ocurrido y ocurre con cierta frecuencia en España", según el director general de la Organización Nacional de Trasplantes, Rafael Matesanz, pero no hay referencias de ningún adolescente. Tampoco recuerda Marcelo Palacios, presidente del Comité Científico de la Sociedad Española de Bioética, episodios similares en el extranjero. A Hannah, enferma del corazón debido al arsenal terapéutico que se le ha administrado durante los ocho años que lleva combatiendo una leucemia, se le ha respetado su voluntad al considerarse que tiene la madurez suficiente para tomar decisiones que afecten a su enfermedad y su vida. Ésta es la cuestión: determinar hasta qué punto un menor tiene criterio para que su opinión sea considerada.
Sin ser exactamente igual a lo sucedido con la adolescente inglesa, España tuvo su propio caso Hannah. Fue en 1994 y su protagonista se llamaba Marcos Alegre Vallés, un chaval que vivía en la localidad de Ballobar (Huesca). Existen puntos en común entre ambos: los dos tenían 13 años y padecían una leucemia. Sin embargo, también hay importantes diferencias: Marcos era testigo de Jehová, razón por la cual se resistió a ser transfundido, y su caso no sólo llegó a los tribunales, sino que acabó en el Constitucional.
El origen de todo estuvo en la caída en bicicleta del chico mientras paseaba por su pueblo. Como consecuencia del accidente sufrió una hemorragia nasal que alertó a sus padres. Tras someterlo a distintas pruebas se le diagnosticó una leucemia y se le prescribió una transfusión, momento en el que comenzaron los problemas ya que su religión prohíbe esta práctica tajantemente.
Ante la negativa de los padres, los médicos del hospital Arnau de Vilanova de Lleida pidieron amparo judicial para combatir la anemia de Marcos. Sus progenitores acataron la decisión, pero no el chaval. Rechazó la transfusión "con auténtico terror, reaccionando agitada y violentamente en estado de gran excitación", según relataron los médicos, que prefirieron no seguir adelante ante el riesgo de empeorar su estado y provocar una hemorragia cerebral. La salud de Marcos se fue agravando progresivamente hasta caer en estado de coma. Tras una nueva autorización judicial, finalmente fue transfundido, pero la sangre llegó demasiado tarde. Falleció poco después.
Después de un largo recorrido por los tribunales, el Constitucional se pronunció sobre el caso en 2002. Por un lado, anuló una condena del Supremo de dos años contra los padres por no haber convencido a su hijo de que aceptara el tratamiento. Pero lo más relevante fue que los magistrados apreciaron que el chico tenía derecho a oponerse al acto médico.
Marcos, según la sentencia, "expresó con claridad", en ejercicio de su libertad religiosa, una voluntad que consistía en no aceptar transfusiones de sangre. Y le reconoció juicio suficiente para actuar de esta forma. O, en palabras de Yolanda Gómez Sánchez, catedrática de Derecho Constitucional de la UNED y especialista en biomedicina y derechos humanos, el sentido del dictamen era que "toda persona tiene derecho a la autonomía personal y a decidir sobre su propia realidad física". También los menores, si tienen el suficiente criterio.
Esta tesis entronca, por un lado, con la Convención sobre los Derechos del Niño aprobada por las Naciones Unidas en 1989, que en su artículo 12 conmina a los Estados firmantes a garantizar al niño "el derecho a expresar su opinión libremente en los asuntos que le afectan, teniéndose en cuenta sus opiniones en función de la edad y la madurez". Por otro lado, enlaza con el Convenio de 1997 y toda la normativa emanada de esta directiva europea, que cada vez da más peso a la opinión del menor respecto al tratamiento que se le ha de administrar. Pero, además, la sentencia se adelantó a la ley española 41/2002 de Autonomía del Paciente, que consagra estos conceptos y se publicó meses después.
Primero, en su artículo 2.4, que reconoce a todo paciente "el derecho a decidir libremente, después de la decisión adecuada, entre las opciones clínicas disponibles". Y, más adelante, en el apartado del consentimiento informado, otorgando voz a los menores en función de su madurez. Por debajo de los 12 años, la ley no presume capacidad de elección. La decisión es de sus padres o tutores, "aunque habría que preguntar a los niños, no porque sea relevante jurídicamente su postura, sino para que los padres la tengan en cuenta", en opinión de Yolanda Gómez. A partir de los 16 años, la opinión que prevalece es la del menor, aunque sus padres tengan la patria potestad. "Sería muy extraño que un juez le diera la razón a sus padres a estas edades. La madurez es total; los menores tienen incluso responsabilidad penal", apunta esta jurista.
Pero entre los 12 y los 16 años, edades entre las que se encuentra Hannah y en las que estaba Marcos, la cosa se complica. En estas edades, la ley dice que el consentimiento lo dará el representante legal del menor "después de haber escuchado su opinión si tiene 12 años". La decisión es de los padres, pero existe la obligación de escuchar a los hijos y de valorar su capacidad de juicio.
Una vez más, y pese a que la ley acota las edades -algo que no hace la declaración de la ONU- todo pivota sobre la madurez. Pero, ¿cómo se mide esta facultad? Para Sabel Gabaldón, jefe de psiquiatría del hospital infantil Sant Joan de Déu de Barcelona, no hay madurez, sino madureces. "Hay que preguntarse para qué tiene juicio un niño. Quizás pueda decidir sobre un tratamiento médico concreto del que tenga conocimiento y vivencias suficientes, pero no sobre otras facetas de su vida, la sexualidad por ejemplo. O incluso carecer de criterio para decidir sobre otras cuestiones sanitarias", apunta Gabaldón, que también coordina el comité ético de su centro.
A la hora de evaluar la madurez, María Victoria del Barrio, profesora del Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Facultad de Psicología de la UNED, se fija sobre todo en tres aspectos. El dominio de las emociones, la actitud a la hora de plantearse y resolver problemas y la capacidad de reconocer sus errores. Esta investigadora sobre emociones infantiles sostiene que, en general, la mayoría de los niños entre 12 y 16 años son inmaduros. "Viven entre algodones, protegidos por sus padres, no aceptan la más mínima contrariedad". A Sabel, que no comparte esta generalización, lo que más le interesa es determinar hasta qué punto el chaval es capaz de asimilar la información que se le transmite, si la puede manejar racionalmente y puede anticiparse a los riesgos o beneficios que se derivan de ella.
Si en este rango de edad, entre 12 y 16 años, la opinión del menor y los padres coincide, no hay ningún problema. Es lo que ha sucedido con la adolescente inglesa y la postura que ha prevalecido, a pesar de las resistencias que encontró en los facultativos. Si no están de acuerdo, "a pesar de que la ley no indica nada, los médicos suelen acudir al juez", comenta Yolanda Gómez, que hasta el 31 de diciembre pasado perteneció al Comité Internacional de Bioética de la Unesco. "Lo normal es que lo hagan ad cautelam, es decir, que para guardarse las espaldas trasladen este tema al comité ético del hospital y que éste o la administración sanitaria autonómica lo eleve a los tribunales", explica.
No todos los juristas comparten totalmente estos planteamientos. El jesuita Carlos Romeo Casabona, director de la cátedra de Derecho y Genoma Humano de la Universidad del País Vasco y Deusto no pone ninguna objeción a que los testigos de Jehová rechacen transfusiones a partir de los 18 años. Sin embargo, por debajo de esta edad tiene sus dudas. "Si los padres se niegan, el juez debe ordenar a los médicos que transfundan al menor cuando ellos lo consideren necesario".
Romeo Casabona es consciente de que este planteamiento choca de lleno con la sentencia del Tribunal Constitucional, que no comparte: "A los 13 años no se puede reconocer la suficiente madurez para tomar una decisión vital", sostiene.
Hannah se ha negado a recibir un tratamiento que, en el mejor de los casos, puede prolongar su vida, pero que no va a curar su leucemia. Cuestión muy distinta es si hubiera solicitado acabar con su vida. En España, la eutanasia está prohibida, aunque el ministro de Sanidad, Bernat Soria, ha anunciado su intención de revisarla esta misma legislatura.
Holanda (2000) y Bélgica (2002) son los únicos países europeos que han autorizado la eutanasia. El suicidio asistido está permitido en Suiza, gracias a un vacío legal. Dentro del concepto cada vez más extendido de considerar a los menores como sujetos de derechos en la medida de su capacidad y a pesar de estar diseñada para la población adulta, la ley holandesa de la eutanasia incluye a la población que aún no ha cumplido los 18 años. Entre los 12 y los 16 años, los niños enfermos que lo soliciten están a expensas de lo que decidan sus padres. Entre los 16 y los 17, lo relevante es la decisión del paciente y la opinión de los progenitores se tiene en cuenta.
En Bélgica, después de que hace cuatro años se desechara esta opción, los liberales flamencos han vuelto a la carga. En junio plantearon de nuevo bajar de los 18 a los 16 años el límite legal exigido para acogerse a esta práctica de forma autónoma. Por debajo de este listón, la última palabra la tendrían los padres.
El pacto final
La Ley de Autonomía del Paciente también ampara las decisiones de los menores que padecen una enfermedad mortal y se asoman al tramo final de sus vidas. "No hay ninguna diferencia si se trata de un niño terminal consciente de que le quedan cinco semanas de vida, con un tumor que le puede provocar problemas de respiración y desea estar sedado antes de sufrir ahogos", comenta Yolanda Gómez, vocal del Comité de Bioética de España.
Lo que sucede en estos casos es que la información suele llegar a estos chavales con cuentagotas, ya que muchos de los padres, con la mejor intención, hacen de cortafuegos, como apunta Joaquín Gascón, enfermero de la unidad de cuidados paliativos pediátricos del hospital Sant Joan de Déu de Barcelona.
Gascón recuerda el caso de una adolescente de 17 años con osteosarcoma (cáncer de huesos) a quien sus padres no ocultaron la gravedad de su estado. Ella misma se dirigió al equipo médico para pactar las condiciones de la sedación "en el momento y el grado" que ella quiso. Así sucedió y, poco antes de perder la conciencia, llamó a médicos y enfermeros para agradecérselo.
"Ésta sería la situación ideal; hay una despedida consciente de toda la familia, se evita la conspiración del silencio, los fantasmas, e incluso los pacientes se deprimen menos", relata este enfermero con 15 años de experiencia en los cuidados paliativos. "Es lo mejor, pero es muy difícil", concluye.
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