lunes, octubre 20, 2008

Victoria Camps y la "consistencia" en educación

La funcionaria Victoria Camps (de la Universidad Autónoma de Barcelona) acaba de publicar un valioso opúsculo titulado Creer en la educación, donde tiene el valor de decir de forma amena, concisa y desacomplejada las obviedades mil veces repetidas por los objetores de nuestro régimen educativo, que tantas energías nos consume. Es algo que puede permitirse sin irritar ni causar escándalo por su incuestionable condición de socialista, feminista y de brillante defensora de las virtudes públicas. Una buena noticia, sin duda, porque parece que eso de hablar “sin complejos” en educación se había convertido en seña de identidad de los neocon, mientras la izquierda oficial había quedado fijada en el angelismo pedagógico y en las demagogias de la corrección política.


Pues bien, Victoria Camps se despacha a gusto desmontando con una solvencia y agilidad sorprendente los mitos y tópicos “progresistas” que han empantanado el mundo de la educación en las últimas décadas.


Para empezar arremete nada menos que contra la permisividad parental, el oscurecimiento de la figura del padre y la matriarcalización de la familia que ha conducido al binomio “padre confuso y madre segura” (“sin la autoridad del padre, que ha dejado de existir como tal, y sin la madre que la pueda suplir, el resultado es que los hijos están condenados a permanecer en el útero el máximo tiempo posible” p. 38).


Frente a la sesentayochista “obsesión por romper barreras y eliminar prohibiciones” y defender el espontaneísmo, reivindica los buenos modales y el gobierno de la emociones, algo inviable sin represión, normas y sanciones.


Siguiendo a Burjau y su Elogio de la cortesía abomina del compadreo y postula aprender a mantener las distancias, respetar el espacio del prójimo y permitir reconducir las emociones y los sentimientos.Frente a los malestares de la cultura, reivindica la cortesía y la buena educación que nos permite superar la animalidad.


Critica la confusión creada por haber abierto de par en par las puertas de la escuela a un batiburrillo de abstrusas teorías pedagógicas acompañadas de sus correspondientes órdenes y preceptos administrativos, que nos han llevado a olvidar que “la formación de la persona siempre ha sido un asunto más práctico que teórico” (p. 56), y que han extendido la sensación de que la educación es una responsabilidad y asunto de expertos, cuando “la responsabilidad primaria y fundamental es de los padres”, que nunca pueden abdicar, porque son insustituibles.


Pero Victoria Camps también se rebela contra la tentación del fatalismo y la impotencia. Frente a los que como Sánchez Ferlosio consideran imposible luchar contra la fuerza del grupo de edad o el imponente poder determinante del mercado, defiende la posibilidad de los educadores de actuar e ir a la contra, porque eso es lo que ha hecho siempre la verdadera educación: “actuar contra corriente, contra una corriente dominante siempre propicia a corromper y a desviar definitivamente la condición humana” (p. 62). “Es absurdo –y sobre todo cómodo- demonizar el mercado, la publicidad, la televisión, internet o los videojuegos y dejar de actuar” (p.63).


Para empezar, reclama volver a convertir la “formación del carácter y del gusto” en uno de los pilares de la tarea educativa (p.66): “creo que el problema de la televisión y de la adicción a las pantallas … es el hecho de que naturalizan lo que no es natural, sino una construcción cultural y humana. Naturalizan la violencia, el sexo, el lenguaje obsceno, la perversidad humana y el consumo excesivo y descontrolado. … Los niños no saben distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto y lo que es peligros de lo que no lo es.. (66-67).


Hemos fomentado la liberación de la presión social y lo normativo sin reparar en que sin nada que ponga freno a los impulsos lo que sale a la luz es la violencia trivial, gratuita (“naturalizada”). Por eso más que nunca conviene subrayar la responsabilidad de la familia y de la escuela son en el ámbito de la formación del carácter y del gusto. Los regalos desmesurados, el consumo descontrolado de televisión e internet, repletos de contenidos de mala calidad, reflejan una abdicación que explica el perfil de esta generación zapping: la inconstancia, la escasa capacidad de sorpren­derse, la exigencia de resultados rápidos, la incapaci­dad para involucrarse en actividades largas, la faci­lidad para aburrirse y cansarse de cualquier ego (p. 73).


Si se abdica de esta responsabilidad, quien educa es la mano invisible del mercado cuyo único interés es crear consumidores. Las ofertas del mercado para incentivar continuamente el deseo y alentar el “fascismo de la posesión inmediata” (Rafael Argullol), la pasión por tenerlo todo aquí y ahora, el comprar cosas sin descanso, que se impone como la única estrategia visible de aplacar el tedio vital. Frente a esa deriva, Camps invoca la contención y el autodominio, únicas bases posibles de la buena educación y del anhelo de felicidad duradera. Frente a la satisfacción pasiva de caprichos –sepulcro del deseo- los adultos deberían enseñar a los jóvenes a obtener lo que anhelan con su esfuerzo y a disfrutar de lo conseguido (la felicidad de los estoicos).


Pero la pedagogía "progre" ha sustituido el esfuerzo por la motivación (“motivar, finalmente, no quiere decir nada más que facilitar el trabajo o reducirlo, condescender a la falta de estímulo y sucumbir a la mediocridad”, p 100) favoreciendo un individuo que tiende a “inhibirse de si mismo” (presentismo, velocidad, drogas, alcohol, distanciamiento, discontinuidad, olvido... según Bauman). Se ha puesto demasiado énfasis en los valores finalistas (pacifismo, tolerancia ecología, salud, lealtad...) olvidando que si se prescinde de los valores instrumentales que los hacen posibles, (esfuerzo, constancia, responsabilidad, compromiso, participación, abnegación, aceptación del límite, autodominio, trabajo bien hecho...) aquellos se quedan en mera retórica vacía (Javier Elzo, p.103).


Frente a los estilos parentales sobreproteccionistas o meramente coexistencialistas, caracterizados por su alergia a decir “no” y por el abandono de los niños a sus inercias espontáneas, se ha practicar una educación basada en el sentido del límite, el ejemplo y los modelos de comportamiento y, en definitiva, en la creación de esos valores instrumentales o, dicho de otro modo, de esas actitudes y disposiciones que desde Aristóteles llamamos virtudes y que contituyen el eje del comportamiento moral y de la formación del carácter de la persona.



Para reforzar su argumentación, Victoria Camps cita con frecuencia a Neil Postman y su libro La desaparición de la niñez, donde se afirma que la imprenta comportó la alfabetización progresiva de la población y creó la noción de infancia como etapa asociada desde entonces al aprendizaje de la lectura, vía por la que el niño conquistaba la condición de adulto. Ser un buen lector implicaba “un fuerte sentido de la individualidad, la capacidad de pensar lógica y secuencialmente, la capacidad de distanciarse de los símbolos, la de manipular métodos de abstracción eminentes, la de postergar la satisfacción(Postman), “leer implica silencio, regulación, contemplación, es decir, disciplina y vencer los impulsos más espontáneos(p. 107). Pero el imperio de la televisión (la sustitución del homo sapiens por el homo videns, en palabras de Sartori) ha sustituido ese universo reflexivo por imágenes y anécdotas de accesibilidad universal, arruinando la distinción entre adultos y niños.


“Con la televisión todo está a la vista, los filtros no existen, ...la vergüenza se diluye y desmitifica, el sentido del pudor desaparece”, ... la “vergüenza de ir desnudo, de la sexualidad, de la violencia, de la poca decencia” (p. 108).


Pero, perdido aquel orden intelectual jerárquico entre los que saben y los que no saben, entre los buenos y los malos modales, entre adultos y niños, nada avala el ejercicio de la autoridad. Inmersos en este desconcierto, la solución no pasa por rodearnos de expertos y especialistas para ocultar nuestras negligencias, sino en educar de verdad en los valores más básicos y necesarios.


Sin embargo, la tendencia a evadir las responsabilidades educativas se impone en las familias: “las reglas están mal vistas, al igual que los castigos... todo se negocia”, “una tarea inagotable que agota al más paciente”. Y “la educación subrogada” es lo más común: se abandona todo en manos de la escuela, de canguros, de tutores, profesores particulares... Aunque lo peor no eso, sino que no se trata de una auténtica subrogación: los padres, que han convertido a sus hijos en reyes y ahora etán más formados, no dejan a sus hijos en manos de los prefesores confiadamente, sino con recelo, cuestionándolos si no obtienen los resultados apetecidos.



El problema se ha agravado, porque la propia escuela tampoco ha sabido preservar su especifica misión, diferente y distanciada de la familia. “Ha habido demasiada condescendencia hacia la camaradería, la tendencia a gustar y a ser simpático, cuando de lo que se trataba es de enseñar: enseñar nuevos conocimientos y enseñar a convivir. Lo único que ha conseguido la nueva educación ha sido acortar la distancia imprescindible entre educador y educando, entre el profesor y el alumno, una distancia mayor por descontado, que la que debe darse entre padres e hijos” (p. 120) .


Ir a la escuela -afirma Victoria Camps. debería significar dejar atrás el ambiente familiar y entrar en un ambiente diferente donde el objetivo no es entretener, ni jugar, sino adquirir habilidades y conocimientos, además de aprender a convivir. Eso significa ejercitar la memoria, el esfuerzo individual, hábitos de estudio, y la represión sin paliativos de los comportamientos violentos, y contrarestar la cultura del fast-thinking (espectáculo y diversión constante, información superficial y fragmentada, etc.) con auténticos conocimientos.


Al fin y la cabo -y cómo recordó Hannah Arendt en su lúcido texto “La crisis de la educación”-, la verdadera educación debe servir para “conservar los valores y las costumbres que no querríamos que desapareciesen de nuestro mundo” (p. 121). Y semejante cometido sólo podrá llevarse a término si se asume que la escuela es un espacio más impersonal que el de la familia, donde podrá haber un contacto personal parecido pero no igual al familiar, porque “precisamente porque la escuela es un ámbito más anónimo, tiene más fácil poder introducir un orden, unos hábitos y unas reglas más inflexibles que las familiares (p. 125). Es interesante la clara toma de posición de Victoria Camps en este extremo tan poco acorde con los vientos que soplan: “conviene que los padres acepten la impersonalidad de la escuela, que no se entrometan en exceso y donde no deben y dejen la iniciativa a los que sabe, que son los profesores” (p. 125).


Se trata, en definitiva, de enseñar a ser libre, autónomo, a pensar y decidir por uno mismo y con buen criterio. Y conquistar esa libertad significa aprender a sujetarse a reglas (el propio lenguaje humano –nuestra característica humana más específica es un comportamiento sujeto a reglas, como señaló Wittgenstein), desarrollar una conciencia moral (Piaget, Kohlberg) que nos sensibilice ante la posibilidad de dañar con nuestras acciones al prójimo y que nos guíe en la elección de la mejor manera de vivir.


De hecho, educar significa “inculcar criterios para saber escoger”, pero nuestra sociedad “se ha preocupado más de crecer económicamente que de orientar a la juventud y dar pautas de conducta y finalidades constructivas y duraderas, no efímeras” (p. 140). No nos debe extrañar por tanto la proliferación de hijos “tiranos” (“el síndrome del emperador” según expresión de Vicente Garrido) caracterizados por su insensibilidad emocional, ausencia de miedo al castigo, y por la aspiración permanente a conseguir todo lo que desean de forma inmediata. Es el resultado de la renuncia a la formación del carácter, una carencia que no puede suplirse con las farmacopeas de urgencia de los libros de autoayuda y que se traduce en incapacidad para otorgar reconocimiento al que actúa de un modo valioso u ocupa una posición de autoridad, e incluso para algo tan básico como “tratar al otro como te gustaría ser tratado”, con independencia de su mérito o posición (respeto de reciprocidad).


“Ha disminuido considerablemente el sentimiento de que las reglas deben cumplirse, gusten o no. Cuando no se aprende a respetar al superior que impone las reglas es lógico que tampoco estas merezcan ningún tipo de consideración y se piense que es normal y lógico, incluso y divertido y gracioso, transgredirlas”. (p.153).


El proceso de igualación y la ausencia de restricciones ha llegado tan lejos que los padres han acabado convertidos en esclavos de sus hijos. Y “si no nos es posible mantener a cada cual en su sitio ¿Cuál será la base del respeto? Si les otorgamos a todos el mismo estatus y el mismo prestigio ¿por qué vamos a tener que respetar a nadie?.” (p. 151).


No nos extrañe que en semejante contexto, el educador haya dejado de tener autoridad para convertirse en un asesor. El problema es que asesorar no es la función primordial que debe asumir un docente. “El niño necesita el referente de quien posee la autoridad y, cuando esta falla, se queda sin criterio para escoger los modelos adecuados”. Urge reintroducir la pedagogía del respeto y “enseñar a respetar es enseñar a no hacer todo aquello que significa menospercio o indiferencia hacia los otros” (p. 156). “No es aceptable que todo lo que está relacionado con la disciplina, el esfuerzo personal y la obediencia al educador sea una cuestión discrecional sobre a la que nadie le apetece pronunciarse claramente” (p. 171).



Esta situación se ha visto agravada por la errónea interpretación de lo que significa equidad en educación por parte del progresismo y que ha llevado a obligar a estudiar a todos lo mismo hasta los 16 años, tanto a los que quieren estudiar como a los que no, llevados del falso prejuicio de que una educación más “diversificada” sería contraria a la igualdad de oportunidades (p. 167). Camps es contundente: “es más discriminatorio obligar a un alumno que suspende curso tras curso a continuar yendo a unas clases por las que no tiene ningún tipo de interés, que dejarle iniciar una formación diferente que le permita después incorporarse la mercado laboral como carpintero o como informático y no como mano de obra barata porque le faltará la formación requerida (p. 169). Camps añade citando a Lacroix: “se ha abandonado el ritual de distribución de premios. En las aulas reina un clima tiránicamente igualitario. La excelencia, el esfuerzo y el talento ya no son demasiado apreciados (p. 179).


La autora lanza también una dura carga de profundidad contra otro de los fetiches de la cultura dominante: el culto de las emociones. La obsesión por lo sentimientos -de regusto romántico- lo ha invadido todo en detrimento de la objetividad y de la inteligencia racional y reflexiva, que exigen esfuerzo, constancia y, por tanto, control de la emotividad. Ahora consideramos desaconsejable el control de las emociones y optamos por que la persona “aprenda a conocerse y a sacar el máximo partido de su afectividad en lugar de dominarla. Se trata de una manifestación más del apogeo del culto al yo, del individualismo irrestricto que bajo el grito de “¡liberad vuestras emociones!” nos ha acabado conduciendo a la búsqueda incesante de las emociones intensas (emociones-choque): miedo, cólera, asco, agitación, excitación, furor (exhibiciones de violencia, sangre a borbotones, sexo degradante, conductas repulsivas, abolición de cualquier límite y prohibición) en lugar de las emociones contemplativas (el recogimiento y la admiración por las cosas nobles y valiosas) asociadas a la razón.


Esta explosión de irracionalismo arranca de Nietzsche y de Freud, que dedicaron todo su esfuerzo a desacreditar a la razón moderna e ilustrada. Contaminados por su influencia se ha asumido sin crítica que el pensamiento occidental se forjó a favor de la razón y en contra del sentimiento. Pero no es cierto: “ no hay ningún filósofo de la moral que no haya tenido en cuenta que el ser humano es sentimiento y no sólo razón”. Camps invoca a los estoicos, a Spinoza, a Adam Smith, a Hume, a Tocqueville, etc, pero sobre todo recurre a Aristóteles y a su teoría de las pasiones (Retórica), que nos invita a conocerlas, entenderlas, y a emplear recetas para usarlas correctamente bajo el criterio del “término medio” (lo que implica autocontrol de los propios sentimientos) y la guía de la razón. Por cierto, señala Camps, si aplicamos esos criterios descubriremos el déficit actual de “emociones positivas” como la vergüenza constructiva (turbación por un fallo cometido), la indignación (desagrado por lo que no está bien), el miedo justificado (causado por la presencia o inminencia de un mal) y la compasión (“sentirse responsable frente a otro que lo pasa mal” en palabras de Levinas). Convendría –añade Camps- recuperar también un término que parece desfasado: la disciplina: “ser disciplinado significa haber asumido una cierta austeridad con uno mismo y los demás. Quiere decir estar emocionalmente educado” (p. 190).



Y para concluir, Camps nos habla del valor del ejemplo. Dar buen ejemplo y dedicar tiempo a la educación son las dos únicas receta para afrontar una educación responsable. Eso implica saber qué es lo mejor y lo peor y cooperar entre todos. Sin embargo, eso no ocurre: “es flagrante la incoherencia que existe entre demanda que la sociedad hace los padres de que sean guía de una moralidad y corrección para sus hijos y el bombardeo de mensajes que llegan a los hogares en sentido contrario (p. 201)


Recordando a Richard Rorty (y su obra La educación entre la socialización y la individualización), Camps sintetiza en una frase una de las principales líneas argumentales de este libro: “educar es socializar con el fin de que una persona acabe siendo un individuo autónomo y factor de su propia vida” (p.201). Una idea que los conservadores no entienden, aferrados a verdades del pasado que no pueden ser cuestionadas; pero tampoco los progresistas, que no creen en verdades y entienden la educación sólo como la realización del yo auténtico –encarnación de la libertad para ellos-, contemplando cualquier contenido como una imposición que constriñe el yo.

Su "educación en la nada" olvida que la socialización debe preceder a la individualización y que sin constricciones no es posible educar para la libertad.


Camps concluye apelando a recuperar la fe en la educación. Si abdicamos, nuestros hijos quedarán atrapados por la tiranía del mercado y las inercias de la pensamiento postmoderno dominante: débil, relativista, destructor inmisericorde con el pasado, pero incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro. La solución pasa por un cambio de perspectiva y de interpretación de lo que sucede. Educar siempre es enseñar alguna cosa como dijo Hannah Arendt y, en ese sentido, el escepticismo y el relativismo son malos aliados.


Entre esos contenidos urge enseñar a superar el consumismo para el que nos socializa el mercado, haciendo ver que la alegría y el bienestar pueden venir de uno mismo y no de las cosas externas. Urge enseñar el valor del respeto, que exige el gobierno de las emociones, y mostrar que libertad no se ha de confundir con “sálvese quien pueda” o “cada cual a lo suyo” sino como la posibilidad de caminar hacia el bien (dejemos de aplaudir a los transgresores, frecuentes estrellas de los dibujos animados y de tantas series). Y urge cultivar el valor de la igualdad que pasa por inculcar sentimientos solidarios y de buena convivencia y por evitar los sistemas educativos duales.

Hasta aquí mi compactado y prolijo resumen de esta obra de la que, en coherencia con lo que he escrito en este blog hasta ahora, sólo me cabe declararme un adepto entusiasta. La claridad de ideas de que hace gala Victoria Camps espero que actúe como revulsivo de quienes siguen atenazados por las ortodoxias progresistas y ayude a transitar por otros senderos menos tortuosos que los actuales.

Si se sige convertiendo la educación en una misión extenuante y casi imposible, como está ocurriendo ahora, difícilmente los educadores podremos ilusionarnos con nuestro trabajo. La educación ha perdido consistencia (solidez, estabilidad, trabazón entre sus elementos) y para recuperarla deberíamos seguir el camino sugerido por Victoria Camps . Pero no nos engañemos, eso implica un poderoso golpe de timón al rumbo de la educación actual, algo que no es previsible que se produzca hasta que el deterioro sea mucho mayor. Nuestras administraciones educativas siguen prisioneras de la pedagogía progresista y creen que el fracaso de los resultados que obtienen se deben a la incompetencia de los profesores, que se resisten a ajustarse a los principios de su fe pedagógica. La nueva ley de Educación catalana va en esa dirección. Quizás con un profesorado más precarizado –“menos” funcionario- y doblegado a las direcciones piensan que se resolverá el problema. Ya hay experiencias: la semana pasada me hablaban de un centro del Vallès que consigue ¡un 99% de graduados en secundaria!, hoy por hoy el único referente de excelencia educativa que realmente importa a las administraciones públicas (la administración catalana condiciona las ayudas para los proyectos de autonomía de centros al porcentaje de graduados). Ignoro qué conoce sobre estos pormenores Victoria Camps, pero me temo que poco, porque para sorpresa mía la he visto muy predispuesta a apoyar la futura Llei d'Educació y a cuestionar el papel de los funcionarios ("L'educació no necessita funcionaris"entrevista de Avui). Debería saber la Sra. Camps que si la debacle de la educación no ha siso mayor es gracias a la abnegación de muchos funcionarios resistentes que todavía creen en la educación que ella preconiza. Veremos que pasará cuando los políticos de turno puedan hacer y deshacer aún más en este terreno (la Llei d'Educació lo permitirá).


Pero yo, Sra. Camps –compañera en la función pública-, no abdico. Mientras el marco educativo siga mayoritariamente por los derroteros actuales, yo seguiré buscando espacios en las aulas para aplicar sus subversivas ideas e impulsando medidas posibilistas que permitan superar el régimen educativo actual. Espero su ayuda. Por favor, sea coherente y al menos no colabore con “el enemigo”. Le recuerdo que el Departament d’Educació no recomienda precisamente su libro, sino otro de la cuerda opuesta: el lacrimógeno Mal de escuela de Daniel Pennac.

3 comentarios:

Emilio dijo...

Gracias a un amigo sabedor de mis preocupaciones por la educación he conocido tu blog del que hasta el presente he leído las dos últimas entradas de las que me interesó especialmente la reseña de la obra de Victoria Camps: Creer en la educación.
Sólo decirte que siento por las ideas del libro el mismo entusiasmo que tú manifiestas y que estoy deseando leerlo. Felicidades por tu bitácora. Yo también tengo una más centrada en los problemas de género pero también con una gran querencia por los temas relacionados con la educación. Mi página es:
http://www.personasnogenero.blogspot.com/
Saludos solidarios

Anónimo dijo...

Muchas gracias por descubrirme este prometedor libro . Por cierto, respecto a esta cuestión, las partidarias-y-partidarios de lo que en este país se ha dado en llamar "pedagogía", asustadas-y-asustados ante las voces (que por fin se empiezan a oír) de los-críticos-y-las-críticas al desastre provocado en el sistema educativo por sus maravillosas recetas, han sacado un "Manifiesto Pedagógico: No es verdad" con unos colorines muy bonitos:

http://www.pensamientocritico.org/NOESVERDAD.pdf

(Athini Glaucopis)

Enrique Jimeno Fernández dijo...

Apreciado Emilio, acabo de incluir el link de tu interesante página en mi blog. Veo que compartimos inquietudes y puntos de vista. Acabo de leer lo que has escrito sobre la violencia femenina en las aulas y me ha hecho pensar en lo interesante que sería estudiar la autopercepción de los chicos en esta época de tanta misandria. Gracias por tu solidaridad y hasta pronto.

Gracias anónimo por tu referencia. Desconocía ese manifiesto. Es una buena señal, porque algo comienza a moverse. Estaría bien que además de llamar mentirosos a los que no defienden su ortodoxia, debatieran de verdad sobre los problemas de fondo. Los que estamos en el frente no nos inventamos mundos inexistentes (como sí hace el "Manifiesto Pedagógico: No es verdad" que citas), ni queremos perder más tiempo tapando los problemas reales -los que en este blog y en este post se detallan- tapándolos con multicolores declaraciones de buenas intenciones, que no nos llevan a ninguna parte. Gracias de nuevo.