Por aquello de juzgar con rigor, asisto a una charla-coloquio sobre la futura Llei d’Educació a cargo de un cualificado miembro de la Administración Catalana. Prometo que lo hago con la mejor disposición, incluso con la expectativa de llevarme alguna sorpresa agradable y descubrir aspectos inéditos en este “ambicioso proyecto”. Resultado: el asunto pinta peor de lo que me imaginaba. A tenor de lo explicado parece que el desconcierto educativo se podrá superar dando mucho poder a las direcciones y “atando corto a los profesores”[1] (evaluaciones –entre otras cuestiones de “la empatía con los alumnos”[2]-, precarización laboral, creación de plazas-premio a los mejor adaptados al régimen, etc.). Lo que nadie explica es en que qué se va a emplear esta acumulación de poder jerárquico y en qué nos tendremos que emplear los sumisos profesores. ¿Cuál es el tubo por el que nos van a hacer pasar?. ¿En qué se va a emplear la pérdida de nuestros derechos laborales? De eso, qué es lo realmente importante –los contenidos de la educación, los niveles de exigencia académica, la disciplina-, ni una palabra. ¿Para qué si vamos a tener "autonomía de centros", el otro gran pilar de la ley)?. “Además no os inquietéis, los únicos que tienen motivos de preocupación son los malos profesionales –"que los hay", insiste-, los otros van a hacer carrera” (¿docente?, me pregunto). Y el claustro no va a perder poder, incluso va a tener más que antes (manifiesta falsedad que el ponente largó sin ruborizarse, en un tono cargantemente paternal y campechano).
Uno llevado de un movimiento reflejo rancio preguntó: ¿va a haber financiación?. Complacido nuestro miembro cualificado respondió: “estamos en ello”. ¿Y de privatización de la enseñanza?. “Nada, no te agobies: la concertada va a seguir como hasta ahora e incluso les obligaremos a aceptar más inmigrantes”. Otro llevado de la alegría reinante en la sala –hay mucho entusiasta- pregunta: ¿y por fin tendremos “autonomía curricular”?. Prudente, nuestro hombre desvió la atención hacía cuestiones más confortables.
Lo veo claro: la huelga se convierte en un deber moral inexcusable.
[1] Ya sabemos, el principio de la jerarquía invertida: a menos presión sobre los alumnos, más presión sobre los profesores.
[2] Digo yo que también se podría evaluar la empatía de las direcciones con los profesores, la de los inspectores con los inspeccionados, la de la administración educativa con los administrados, ... etc. Con efectos salariales, claro.
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