lunes, septiembre 29, 2008

La conjura de los machos (I)

El biólogo y filósofo de la ciencia Ambrosio García Leal –acaba de publicar El sexo de las lagartijas, un libro que complementa una obra de 2005 de impactante título La conjura de los machos, donde criticaba la hipótesis de una guerra de sexos en la que pierden las mujeres, porque ninguna estrategia evolutiva puede permitirse favorecer sólo a uno de los dos sexos: o ganan los dos o a largo plazo pierden ambos. Una idea interesante que convendría no olvidar. A lo largo de este post, intentaré resumir sus tesis y en otro posterior me ocuparé de El sexo de las lagartijas, su obra más reciente.

Según García Leal, al igual que ocurre entre los chimpancés, los simios prehumanos combinaron la caza -en la que se especializaron los machos- con la recolección –en la que se especializaron las hembras-. Pero esta división de funciones que constituyó la base prehumana del “pacto” o convenio económico intersexual de nuestros ancestros, inicialmente debió tener tan poca relevancia como la tiene entre los chimpancés y ambos –machos y hembras- debieron de ser relativamente autosuficientes y promiscuos.

No parece que los homínidos que tallaban cantos rodados para obtener filos cortantes en lo que hoy es la garganta de Olduvai (no muy lejos del territorio de los hadza) hace dos millones de años fueran capaces de cazar grandes her­bívoros por sí mismos. Lo más razonable, pues, es asumir una condi­ción humana ancestral de autosuficiencia tanto masculina como feme­nina. Es más que probable que los machos fueran más carnívoros que las hembras, como ocurre en los chimpancés, pero nada induce a pen­sar que hubiese emparejamientos a largo plazo ni ninguna redistribu­ción de recursos en virtud de un convenio económico intersexual.[1]

Pero, el macho aprendió a cazar... y a ofrecer carne a la hembra recolectora para obtener sexo. Al principio el hombre no era un cazador demasiado competente, lo que no inclinaba a la hembra a elegir a uno y ser monógama... El australopiteco por ejemplo, vivió una alta competencia espermática... Una hembra copulaba con diversos machos...[2] pero cuando el macho perfeccionó su eficacia como cazador, se dio la monogamia: la hembra atraía para ella sola al mejor proveedor de carne, y el macho invertía sus esfuerzos en ella y en la descendencia de ambos.

La cuestión tiene un interés capital porque la monogamia constituye una rareza absoluta entre los simios. Por eso me detendré en la explicación que desarrolla García Leal a partir de esa excepcional competencia para la caza que desarrollaron los machos del género homo...:

No parece que los homínidos que tallaban cantos rodados para obtener filos cortantes en lo que hoy es la garganta de Olduvai (no muy lejos del territorio de los hadza) hace dos millones de años fueran capaces de cazar grandes her­bívoros por sí mismos. Lo más razonable, pues, es asumir una condi­ción humana ancestral de autosuficiencia tanto masculina como feme­nina. Es más que probable que los machos fueran más carnívoros que las hembras, como ocurre en los chimpancés, pero nada induce a pen­sar que hubiese emparejamientos a largo plazo ni ninguna redistribu­ción de recursos en virtud de un convenio económico intersexual.

La mayoría de antropólogos admite hoy que los ancestros de los homínidos comenzaron a separarse de la línea que conduce a los actua­les chimpancés hace unos siete millones de años, después de que el progresivo retroceso de las selvas en favor de las entonces incipientes sabanas arboladas les obligara a adaptarse a un nuevo habitat más seco, abierto y estacional. Cuatro millones de años más tarde, aquellos «chimpancés bípedos» se fueron diferenciando en al menos dos ramas, probablemente en respuesta a un recrudecimiento de la sequía estacional. Una rama, la de los parántropos, también conocidos informalmente como «cascanueces», se especializó en masticar semillas y vegetales fibrosos, desarrollando molares gruesos y mandíbulas muy robustas.

La otra rama optó por la vía opuesta: en vez de hacerse vegetarianos especializados, los primeros representantes del género “Homo” se hicieron carnívoros oportunistas. Es probable que aprendieran a que­brar los huesos de las carcasas abandonadas por los carnívoros para aprovechar los sesos y el tuétano, y que poco a poco se atrevieran a robar las presas a leones y leopardos, como hacen las hienas, y a cazarlas ellos mismos. Hace un millón y medio de años, Homo ergaster era ya el primate más carnívoro que había existido nunca.

Nuestra reconversión en cazadores cooperativos cada vez más eficientes continuó a lo largo del siguiente millón de años. El género humano se expandió junto con las praderas y colonizó por primera vez Eurasia, en lo que puede considerarse la primera explosión demográfíca de nuestra historia evolutiva. Para entonces ya éramos consumados cazadores de grandes herbívoros. Es más, nos habíamos convertido en los únicos depredadores de los más grandes de todos, los enormes rino­cerontes y proboscidios que ahuyentaban incluso a los grandes felinos.


Aún no nos habíamos convertido en el orgulloso Homo sapiens, pero la mayoría de antropólogos asume que aquella humanidad ancestral ya había desarrollado pautas de conducta universales como el enamora­miento, los celos y la división sexual del trabajo dentro de la familia nuclear monógama.


Pero, ¿por qué se impuso la familia nuclear monógama si todo hace suponer que los cazadores se repartían las piezas entre los miembros del poblado y que las hembras recibían pedazos sin necesidad de vínculo alguno de fidelidad?.

Como ya hemos indicado antes, para dar respuesta explicarlo García Leal distingue dos fases. Una fase inicial, en la que el rendimiento de la caza aún era modesto y en la que el nivel de promiscuidad debió de ser mayor, porque la monogamia habría sido una estrategia poco interesante: si la presa se repartía más o menos equitativamente, entonces la cantidad de carne suministrable por un solo macho habría sido exigua y estar comprometida con un macho coucivio habría sido poco rentable en términos de suministro de carne.

...Es improbable que los homínidos prehumanos fueran cazadores eficientes en solitario. Sin los colmillos ni las garras ni la agilidad ni la velocidad de los felinos, no habrían tenido más remedio que cooperar para hacerse un sitio en el nicho ecológico de los carnívoros. Lo más verosímil es que actuaran coor­dinadamente para acorralar y atrapar presas más bien pequeñas, como hacen los chimpancés. Cabe suponer que compartían la carne, aunque el autor de la captura se llevara la parte del león, y que las hembras en estro sacaban partido de su atractivo temporal para obtener algún pedazo. En el caso de los chimpancés, que sólo emprenden una cacería cuando surge la oportunidad mientras deambulan en busca de vegetales comestibles, este recurso es demasiado esporádico y exiguo para haber tenido un efecto significativo en la evolución de la sexualidad femenina.

Pero, la apuesta por el nicho carnívoro de los homínidos protohumanos no hizo más que incrementarse y cada vez tuvo más importancia tener ventaja en el acceso prioritario a un recurso tan valioso como la carne. A ello contribuyó sin duda otro fenómeno imprescindible para completar esta explicación y que singulariza a las hembras protohumanas: la ovulación encubierta y la prolongación del estro a los días infértiles. Desde ese momento, el que una hembra resultara deseable ya no implicaba que fuera fecundable y la estrategia masculina de intercam­biar carne por sexo con cualquier hembra incitante dejó de ser óptima. Fue entonces cuando el incremento de los rendimientos de la caza –fase dos - propició el contrato sexual monógamo...

El incremento del suministro de carne por proveedor habría hecho más interesante para una hembra establecer un compromiso de exclusividad mutua (sexual por parte femenina y económica por parte masculina) con un macho consorte que siguiese abasteciéndola aun después de embarazada. Por otra parte, el valor de la carne como moneda para comprar apareamientos habría disminuido. Si la caza cooperativa de presas grandes proporcionaba carne en abundancia a todos los cazadores, entonces la mera posesión de un jugoso filete ya no garantizaba el acceso sexual a las eventuales hembras fecundables de la comunidad, pues ahora no sólo tenían proveedores de sobra para elegir, sino que no necesitaban recurrir a la promiscuidad para atiborrarse de carne: un macho consorte se bastaba para proveerlas. En estas condi­ciones, un cazador medio habría tenido pocos incentivos para romper el compromiso con la futura madre del que muy probablemente era su hijo, pues su contribución aumentada al buen desarrollo de su descen­dencia tenía ahora un mayor valor selectivo que la búsqueda infrucItuosa de apareamientos de fecundidad dudosa. El resultado de este proceso evolutivo habría sido la autoorganización espontánea de la co­munidad en familias nucleares monógamas.
[3]

Sin embargo, el lazo monógamo, no comportó la extinción definitiva de la sexualidad rica y desinhibida de los orígenes, porque la monogamia no supuso la desaparición del sexo oportunista extraconyugal.

Somos monógamos adúlteros. Lo adaptativo son ambas conductas simultáneas. La estabilidad de la pareja humana no se ha basado tanto en la satisfacción sexual como en los hijos dependientes y en la dependencia psicológica mutua.

Sin embargo, los machos, al saber que del sexo venía la reproducción (algo que nos singulariza y distancia de los demás seres vivos), reprimieron la sexualidad femenina (por temor a criar hijos de otro padre). Es la “conjura de los machos”, el virus patriarcal, que según García Leal deberíamos erradicar.

...este conocimiento propició la evolución cultural de códigos de conducta encaminados a proteger la paternidad, en particular la represión del adulterio femenino mediante la coerción sexual violenta. Pero esto es sólo la manifestación más radical de todo un complejo cultural cuyo sentido último es someter la sexualidad femenina al interés primordial de todo padre de familia: la garantía de que sus hijos son realmente suyos[4]

¡Acabemos ya con esa conjura! –dice García Leal-. Somos una especie seleccionada para una sexualidad lúdica: ¿por qué aún seguimos penalizándola con lastimosas inercias culturales?[5]

De este tema y muchos más se habla en esta controvertida obra, pero siempre orientados a reforzar su tesis central: la acusación al sexo masculino de haber reprimido la sexualidad femenina por temor a criar hijos de otros machos y de haber obstaculizado así el desarrollo de una sexualidad más gozosa y satisfactoria.

García Leal sitúa este trágica deriva de la historia de la humanidad en el neolítico, repitiendo un reiterado lugar común de la retórica feminista que no se toma ninguna molestia en desarrollar ni avalar científicamente, más allá de la alusión a los belicosos y machista horticultores yanomanos y a los pacíficos y respetuosos cazadores recolectores pigmeos aka africanos. Es una pena, porque devalúa notablemente la solidez de su tesis central y el rigor e independencia de sus anteriores argumentaciones, poco proclives a deslizamientos por la senda del feminismo más prosaico. Continuará.


[1] La conjura de los machos, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 111.

[2] Salvo los fragmentos de La conjura de los machos, el resto de las citas proceden de la entrevsita que le realizó VÍCTOR-M. AMELA, en “La Contra” de La Vanguardia (4-07-2005)

[3] La conjura de los machos, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 113- 116.

[4] La conjura de los machos, Tusquets, Barcelona, 2005, p. 273.

[5] Salvo los fragmentos de La conjura de los machos, el resto de las citas proceden de la entrevsita que le realizó VÍCTOR-M. AMELA, en “La Contra” de La Vanguardia (4-07-2005)

1 comentario:

Anónimo dijo...

El autor podría haberse tomado, sencillamente, la molestia de comprobar cuál es la situación en los grupos humanos documentados que aún están en el paleolítico: no son menos "patriarcales" que los otros, por supuesto. Para quienes aún no se hayan enterado, puede ser útil leer la página electrónica de www.absurdistan.eu


"(...) Lo que Engels evitó concienzudamente fue cualquier referencia al ejemplo de primitivismo más visible y, con mucho, mejor conocido que tenía, por así decirlo, delante de sus narices: las sociedades paleolíticas de los indios de América del Norte (con excepción de su pertinaz recurrencia a su alter ego Morgan y sus teorías sobre la ya más diluida en el tiempo y menos conocida sociedad de los iroqueses). Si, en lugar de atribuir a grupos humanos legendarios los comportamientos sociales que necesitaba para rellenar los entresijos de su mampostería ideológica, hubiese Engels acudido a esa fuente antropológica más inmediata, a la batalla desigual librada a lo largo del siglo XIX por los indios de las llanuras, con sus arcos y flechas, contra los regimientos de caballería, con sus rifles de repetición y sus howitzer, las conclusiones que se hubiera visto obligado a establecer hubieran sido bien distintas. El paleolítico que Engels nos escamotea es el descrito por los numerosos viajeros y periodistas que, a lo largo del siglo, publicaron el relato de sus experiencias en la "frontera", bien distintos del imaginario paleolítico "comunista" del teórico alemán. No sólo los jefes apaches Cochise y Jerónimo o los siux Red Cloud y Spotted Tail conocían a su padre y a sus hijos y los amaban, hasta el punto de que ese amor determinó algunos comportamientos trascendentales para sus vidas y las de sus tribus, sino que tenían sendas familias monogámicas (más aún, "patriarcales", para los cánones de Engels).[3] Y todo ello en una etapa de su evolución que, de no haber sido truncada por la civilización invasora, habría requerido aún muchos milenios para llegar a ese neolítico amanecer del patriarcado concebido por Engels. Mientras Engels armaba su estructura prefabricada contra la familia, la propiedad privada y la herencia, por toda América del Norte cundía el ejemplo de una sociedad que dejaba sin cimientos todo el edificio ideológico recién levantado."

[extraído de http://www.absurdistan.eu/monoscopio.htm ]