El lunes 12 de mayo de 2008, aparecía en el suplemento de educación de EL PAÍS un artículo titulado El raro del instituto, en el que se loaba las excelencias de la metodología seguida por un profesor de Ciencias Naturales para superar esa manera tradicional de enseñar basada en el aprendizaje memorístico y que lógicamente "aburre a las ovejas". Según se explica en el artículo, Francisco Balenilla plantea sus clases a modo de investigaciones sobre enigmas que los alumnos deben resolver utilizando los recursos que pone a su disposición. Y a los chicos parecen gustarles. "Mola más porque no tenemos que estar callados", "trabajamos en grupo, así, lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a otro", "nos hace pensar", "no hay exámenes, lo que cuenta es el trabajo diario", "casi nunca pone tareas, sólo algunas veces, que nos pide que leamos y resumamos un texto", apuntan. ...Ballenilla no suele abordar todos los contenidos que supuestamente hay que dar en un nivel determinado. Afirma que los exámenes le importan "un pimiento": en algunos cursos ni los pone; en otros los hace, tipo test, para matizar una nota que se ha forjado en el trabajo de aula, que es lo que de verdad le interesa, y que se plasma en una libreta. Llevarla por el pasillo significa que eres alumno de Ballenilla, Balle, profe, don Fernando. Él se da por aludido en todos los casos.
Los alumnos del profesor Balenilla dicen "Mola más porque no tenemos que estar callados". ¡Qué pena!. Es un comentario que me hace desconfiar absolutamente de su genialidades. Lo que me parecería realmente valioso es que hubiera logrado inculcar en su alumnos el valor del silencio, del orden, de la palabra, del respeto a los que saben, de la reflexión seria... A mi juicio, sería mejor que el señor Balenilla se coordinase con sus compañeros para luchar por esos valiosos objetivos. Seguro que tenía muchas ideas.
Por cierto, desde aquí quiero rendir un homenaje a los profesores que me enseñaron y me obligaron a estar en silencio, hacer esquemas, resúmenes, redacciones, ejercicios difíciles, trabajos monográficos y, por supuesto exámenes, en los que te podías lucir si habías estudiado (o dominabas el noble arte de la chuleta). Mi homenaje a esos profesores que eran capaces de hablar horas construyendo bellas y esclarecedoras frases, repletas de ironía y sentido. Mi homenaje a los que dominaban el arte de la clase magistral. Los esclavos de las pedagogías innovadoras no saben lo que se han perdido.
Aprendizaje positivo
ANTONIO ARGANDOÑA
EL PAÍS - 14-05-2008
Recorté y guardé un chiste que apareció en un periódico hace ya unos meses. Unos padres, con el niño de la mano, se encuentran con un conocido por la calle. El niño apunta con un mando a distancia a esa persona, que le mira con gasto de sorpresa. La madre aclara la situación: "Nos ha parecido que ya era hora de que comprobase que el mando a distancia sólo sirve en el cuarto de estar".
Un sano ejercicio educativo, ¿no? Me acordaba de esto leyendo las cinco características que un experto suizo atribuye a la educación actual. Primera, dice, la pereza, porque los alumnos ya no tienen que hacer tareas y rendir exámenes para seguir pasando curso. Segunda, el angelismo: se supone que todos los alumnos son buenos, quieren estudiar, son incapaces de destrozar nada y dicen siempre la verdad. Tercera, la victimización: cualquier alumno puede considerarse víctima por una serie de causas, de modo que no se le puede responsabilizar de nada. Cuarta, el igualitarismo: todos son buenos, todos son iguales; cualquier distinción es socialmente inaceptable. Y quinta, el relativismo: todos los valores son iguales, lo que quiere decir que no hay motivos para comportarse de acuerdo con unos valores u otros.
No pretendo entrar a discutir estos puntos. Me gustaría volver al ejercicio de aprendizaje del niño con su mando a distancia. Es un ejercicio absurdo, claro: si se trata de un chiste es porque el niño ya debía haberse dado cuenta de las limitaciones del aparato que tenía en su mano. Pero hay otras cosas que también debe aprender y que no son tan sencillas.
A menudo pensamos que educar, sea a los niños, a los jóvenes o a los adultos, consiste simplemente en apartarlos del mal, cosa que, seguimos pensando, se puede conseguir con relativamente poco esfuerzo. Enseñarles a decir no a la droga, al racismo, a los prejuicios o a las agresiones sexuales es suficiente para que ellos, de buen grado, digan que no a todo eso. Pero no debe de ser tan fácil cuando, hace unos días, la policía detuvo a unos jóvenes por conducir temerariamente con sus coches a gran velocidad, con desprecio de su vida y de la de otros, y sus padres pedían: "Quítenles los coches, a ver si conseguimos que dejen de comportarse como unos locos".
Decir que no a lo que no es bueno, vituperar las conductas criminales y censurar a los que las practican sólo es positivo si suponemos la existencia de unas fuerzas internas que nos llevan a comportarnos bien. Es decir, la existencia de virtudes, que se adquieren, primero, mediante la reflexión -uno debe estar convencido de que vale la pena comportarse bien-, pero también mediante otros medios, incluida la repetición de los actos. Los padres del niño del chiste no se limitaban a explicarle las limitaciones del mando a distancia, sino que le invitaban a comprobarlas experimentalmente.
Me temo que, si el diagnóstico del experto suizo es correcto, la batalla de la educación va a ser más dura de lo que algunos piensan. Porque hay que vencer la pereza, que es un vicio, es decir, una antivirtud. Y hay que cortar la retirada a los jóvenes a la hora de buscar excusas -excusas que, a menudo, les proporcionamos nosotros mismos-: de ahí lo de la victimización. O sea que los pobres chicos tienen al enemigo en casa: quizá en sus padres o en sus maestros, que no están dispuestos a poner los medios para hacerlos virtuosos, empezando por el ejemplo personal y siguiendo por la incomodidad que, para los mayores, supone ponerles metas y ayudarles a cumplirlas (una fórmula para el éxito en la vida, según José Antonio Marina).
Lo malo de predicar que hay que adquirir virtudes es que, a menudo, se confunden con falsas virtudes que una sociedad demasiado conformista ha convertido en normas de conducta admisibles: el sentimentalismo, la credulidad, el legalismo o la tibieza, o la respetabilidad. Recuerdo con placer algo que cuenta Chesterton en su Autobiografía: el pastor de su parroquia propuso a su padre formar parte del consejo de la misma. Al comentarlo a su madre, ésta le dijo: "¡Ay, no! Di que no, porque esto nos haría respetables. Y nosotros no hemos sido nunca respetables". El lector ya me entiende: los señores Chesterton eran respetables, pero no querían tener la falsa virtud de la respetabilidad ante los demás.
Reconquistar las aulas
FERNANDO SAVATER
EL PAÍS - Cultura - 03-06-2008
Quienes sólo pretendan entretenerse con morbo y cotilleo pueden dedicarse a seguir la pugna por el poder en los partidos o deleitarse con el vaivén del chiki-chiki. Pero si usted desea conocer lo que pasa realmente en este país y sobre todo lo que va a pasar mañana mismo, tiene que leer El profesor en la trinchera (La Esfera de los Libros), de José Sánchez Tortosa. El autor es un profesor de bachillerato y cuenta en su libro -estupendamente escrito, que hace reír y llorar como las mejores novelas de Dickens- la batalla más noble, silenciada y solitaria de todas: la que mantiene el maestro contra la ignorancia consentida y mimada de los alumnos en una sociedad en la que cada cual es rey y todos esclavos, o sea donde se ha olvidado la exigencia liberadora del conocimiento. No exagero la metáfora bélica: "Un aula de secundaria -dice con humor el profesor Sánchez Tortosa- es una batalla campal en la que el profesor queda relegado casi siempre al papel de mero observador de la ONU sin la cobertura de los cascos azules, al menos hasta que los guardias jurados entren en las aulas, que todo se andará".
Que nadie se equivoque: Sánchez Tortosa no es un derrotista ni uno de tantos confortables apocalípticos, aunque se niegue a integrarse en el desorden vigente. Su formidable libro está lleno de pertinentes reflexiones sobre la educación (inspiradas en los mejores maestros, de Platón a Alain) y de la convicción de que es urgente e imprescindible no rendirse ante lo evidente: está decidido a seguir en la trinchera, peleando contra sus alumnos porque está de su lado. Es el verdadero gran reto de nuestras sociedades, reflejado también en la película de Laurent Cantet que acaba de triunfar en Cannes: Entre les murs. ¿Hasta cuándo el resto de la ciudadanía dará la espalda a quienes defienden y conservan lo mejor de lo que somos? Desde luego, los medios de comunicación no siempre ayudan, si hay que juzgar por series como Física y química, de Antena 3. Hace poco, la asociación de profesores ANPE ha publicado un manifiesto en defensa de la dignidad de los educadores, ridiculizados por planteamientos "antiautoritarios" que en realidad no son más que amarillismo y afán de notoriedad lucrativa.
¿Y los padres? Pues tampoco siempre reman en la dirección debida. Lo peor ahora de cierta derecha clerical no es que apoye la privatización de la enseñanza sino que por lo visto quiere la privatización de los hijos. A su modo, claro: la religión, que es un asunto de creencias familiares, exigen que se curse en la escuela; y la educación cívica, que concierne a la comunidad, hay que darla en casa. Pura lógica episcopal. Aunque el capricho todavía no se ha extendido demasiado, ya existen familias que pretenden el derecho de no enviar a los hijos a la escuela y educarlos a domicilio. En el País Vasco ha habido algún caso que ha llegado a los tribunales y que ha despertado por lo visto el apoyo conjunto del PSE y del PP: mal asunto, nunca se ponen de acuerdo cuando de verdad hace falta pero si se trata de una insensatez allá van del brazo. Según una de las madres partidarias de este método "el mejor lugar de socialización es la familia. Sólo sales a buscar a la calle lo que te falta en casa". Opino lo contrario: creo que el aula -donde deben estar juntos los que vienen de familias distintas y hasta de etnias diversas- es más educativa en sí misma, como espacio compartido, que cualquier materia que se explique en ella. La primera lección de la escuela es enseñar a los neófitos que no todo es familia y que así tendrán que vivir en adelante.
Las aulas no pueden entregarse a la desidia, al matonismo y a una indisciplina que no es creadora más que de fracaso escolar. Luchar por reconquistarlas -para empezar, reforzando la indispensable autoridad del maestro- es el principio de cualquier regeneración democrática verdadera.
El raro del instituto.
Los docentes que usan métodos innovadores van a contracorriente en sus centros
ELENA SEVILLANO - Alicante
EL PAÍS - 12-05-2008
En esta clase de ciencias naturales de 2º de la ESO se enseña de manera distinta: los chavales, de 14 y 15 años, trabajan en grupo, se levantan y hablan entre ellos con total libertad. El profesor, Fernando Ballenilla, les ha pasado una gráfica con la evolución del consumo de petróleo, los yacimientos encontrados hasta la fecha y los que se estima que pueden quedar. Los alumnos han de calcular cuántos años de combustible fósil restan. Ballenilla sigue un modelo didáctico investigativo que consiste, resumiendo mucho, en que él plantea un problema y sus estudiantes aprenden investigándolo, debatiendo, resolviéndolo.
Tras más de 30 años de docencia, este catedrático y doctor en Didáctica de las Ciencias, que además enseña a los estudiantes como jefe del departamento de biología, sigue siendo el raro de su instituto, el San Blas de Alicante. No obstante, "mis colegas y los distintos equipos directivos que he tenido siempre han sido respetuosos con mi forma de trabajar", asegura. Pero el hecho es que, a pesar de que la innovación aparece como uno de los principios básicos de todas las leyes educativas desde 1990 (tanto del PSOE como del PP), los docentes que ensayan en los institutos formas nuevas de llegar a sus alumnos siguen siendo "los raros".
En el instituto alicantino de San Blas, de puertas para adentro, cada cual hace en su aula lo que estima más conveniente. Se supervisan los resultados académicos, claro, pero los de Ballenilla son impecables: la media de sus estudiantes de ciencias de la tierra y medioambientales en la selectividad de junio de 2007 fue de un 7,43, casi un punto por encima de la media global. El San Blas obtuvo en esa convocatoria la sexta nota más alta y fue el mejor centro público de Alicante y Castellón.
"En la enseñanza habitual, el aprendizaje suele ser memorístico, para aprobar un examen. En el curso siguiente, lo que queda es, salvo excepciones, poco". Ballenilla lo ha comprobado en su faceta de profesor en la Universidad de Alicante: sus estudiantes de 2º de magisterio de infantil entraron en la carrera con un 7 pero su nivel de conocimientos, según detecta, no se corresponde con sus buenos expedientes.
Ballenilla no suele abordar todos los contenidos que supuestamente hay que dar en un nivel determinado. Afirma que los exámenes le importan "un pimiento": en algunos cursos ni los pone; en otros los hace, tipo test, para matizar una nota que se ha forjado en el trabajo de aula, que es lo que de verdad le interesa, y que se plasma en una libreta. Llevarla por el pasillo significa que eres alumno de Ballenilla, Balle, profe, don Fernando. Él se da por aludido en todos los casos.
Se va con sus estudiantes al campo, a identificar plantas, o al huerto del IES. En su aula hay un archivo ordenado por temas con documentos para completar sus clases, que son más ruidosas y movidas; un aparente caos comparadas con las tradicionales de niños sentados en fila atendiendo al profesor. Pero el nivel de conflicto suele ser menor, dice: "No causan problemas de disciplina al jefe de estudios". Y a los chicos parecen gustarles. "Mola más porque no tenemos que estar callados", "trabajamos en grupo, así, lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a otro", "nos hace pensar", "no hay exámenes, lo que cuenta es el trabajo diario", "casi nunca pone tareas, sólo algunas veces, que nos pide que leamos y resumamos un texto", apuntan.
Ninguna de las dos alumnas de 2º de ESO que han dado con la tecla en el problema del petróleo puede calificarse de brillante. A una de ellas, doble repetidora, le quedaron siete en la segunda evaluación, pero aprobó ciencias naturales. Con la otra negoció: la ponía un cinco si apretaba en la tercera. Ella está cumpliendo.
Si los resultados académicos son, como mínimo, iguales a los de una enseñanza tradicional. Si los chavales son parte activa del proceso, se implican más y retienen mejor los contenidos. Si los niveles de conflicto dentro del aula son más bajos, si los padres se dan cuenta de que el profesor está realizando un esfuerzo extra por sus hijos, y lo valoran, la pregunta obvia es por qué no hay más docentes ejercitando la renovación pedagógica.
Porque quienes llegan nuevos a un centro "se sienten más seguros siguiendo el modelo tradicional que arriesgándose a ser innovadores"; no todos los licenciados que dan clase en un instituto son capaces de transmitir sus conocimientos adecuadamente; el ambiente en los claustros se está volviendo "más conservador; preocupa imponer disciplina y autoridad". Estas reflexiones surgen en torno a una mesa de comedor en una casa de Campello, a pocos kilómetros de Alicante. En ella se reúnen, cada 15 días, los 10 u 11 miembros de La Illeta, el grupo de didáctica de las ciencias, integrado en la Red IRES, al que pertenece Fernando Ballenilla.
Todos enseñan diferente en sus respectivos centros y reconocen que estos encuentros son una especie de terapia quincenal. "Nos sentimos menos aislados; es complicado mantener una línea a contracorriente". De vez en cuando escuchan algún comentario jocoso de un compañero. Sin dar nombres, una docente relata cómo hace unos años terminó cuestionada y teniendo que explicar ante su consejo escolar su forma de enseñar, y cómo su método pedagógico no era perjudicial, todo lo contrario, para sus alumnos. Sin embargo, lo normal es que los dejen trabajar, solos, pero en paz.
Francisco Caballero, profesor de matemáticas, afirma que cuando entra en la cafetería de su instituto de Toledo, suele haber dos compañeros que lo señalan con un codazo. Es otro raro sin pelos en la lengua que defiende que instruir no es lo mismo que enseñar y denuncia "la falta de implicación del profesorado". Se conecta con los padres a través del messenger, se jacta de estar "cerca de sus alumnos". Y cree que dar matemáticas de la manera tradicional "aburre a las ovejas": él las enseña aprovechando un terremoto o cualquier otro tema de actualidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario