Uno de los escándalos más lacerantes nuestro país es la privación del padre a que se ven sometidos el 96% de los niños y niñas, tras el divorcio de sus progenitores, en virtud de una ley que ampara tamaño despropósito. El dato es importante, porque la difusión de sentencias en las que se concede al padre la custodia compartida de los hijos ha llevado a creer a mas de uno y una que, ahora, si un padre no tiene la custodia compartida es porque no quiere. Olvidan que las custodias compartidas son noticia precisamente por su carácter extraordinario. La terca y triste realidad es que la mayoría de las sentencias que se dictan cada día siguen reduciendo el padre al papel de financiador invisible de la madre –pensión, piso e hipoteca- y visitante ocasional de sus hijos. La expresión “régimen de visitas del padre”, que se utiliza para referirse a la tarde y a los fines de semana alternos a los que se reduce el contacto con papá, es elocuentemente vejatoria. Condenar a un padre a visitante de sus hijos supone destruir casi definitivamente la figura del padre. Y lo más lamentable es que semejante barbaridad cuenta con la aquiescencia interesada de muchas y muchos feministas que dicen combatir los estereotipos de la masculinidad y feminidad tradicionales, pero que enferman al oír hablar de custodia compartida, o de todo cuanto equivalga a una corresponsabilización efectiva de los hombres, porque quebraría su discurso de la dominación masculina, tan lustroso y rentable. ¡Qué paradoja!. Se pasan el día invocando el demonio de la masculinidad opresora y en nombre de ese fantasma obsoleto se resisten a promover las reformas que favorecen el cambio. No quieren aceptar que han convertido la agitación de ese espantajo machista en un negocio aberrante –oprobio de las mujeres verdaderamente víctimas de la violencia masculina- y que alejar a los hijos de sus papás para vengar la historia y/o llenarse el bolsillo es una salvajada abominable.
Habría que explicar a las madres que marginar al padre es una inversión psíquica muy poco inteligente por su parte: tarde o temprano tendrán que enfrentarse a un reproche muy ingrato: “¿por qué nos privaste y alejaste de papá?). Muchos abogadas/os, en el fragor del divorcio, estimulan a sacar tajada de la situación y derrotar al padre –con denuncias falsas si es necesario o obstruccionismo legal[1]-, sin asumir que con su irresponsabilidad están enquistando una situación insufrible y arruinando psíquicamente muchas vidas.
Sé que no aporto ningún argumento que no se haya oído una y mil veces, pero esto no es una disertación, ES UN GRITO DE PROTESTA. Y seguiré protestando hasta que no se arregle: me siento absolutamente comprometido con esta causa. Y, por eso, me complace el nuevo proyecto sobre custodia de los hijos que prepara el Govern català y el reportaje dedicado al tema por El País, un periódico poco dado a desmarcarse de la ortodoxia del feminismo mal entendido[2] pero hegemónico (me gustaría crear un blog con este título: “feminismo mal entendido”). Lo reproduzco a continuación. También incluyo un artículo de Joana Bonet sobre la Ley integral contra la Violencia de Género.
REPORTAJE. Discriminado por ser hombre
La custodia compartida se abre paso como la mejor opción para los hijos de separados - Pero el 97% se concede a la madre - ¿Queríamos igualdad?
PERE RÍOS
EL PAÍS - Sociedad - 27-05-2008
Hace décadas eran vistos como bichos raros, pero ahora son legión. Más de 110.000 menores ingresan cada año en el ya saturado club de hijos de divorciados. Niños que tendrán que habituarse, una de dos, a la ausencia de un progenitor, casi siempre el padre, o a vivir a caballo entre dos casas. Los expertos creen que suele ser mejor para ellos lo segundo, la custodia compartida, pero los jueces siguen decidiendo lo primero. El 97% de las separaciones acaban con los hijos bajo la custodia de la madre. Una inercia difícil de romper. ¿Está discriminado el varón en las separaciones? Muchos creen que sí.
Lo importante no es, dicen los especialistas, que los hijos vayan de una casa a otra, sino que el padre desaparezca de sus vidas tras la ruptura, algo que favorece la ley española. El Código Civil considera "excepcional" la custodia compartida y para otorgarla es necesario el informe favorable del fiscal, algo que en países europeos como Francia es habitual y que en el caso de Suecia, por ejemplo, supera el 90% de los casos. De las 15.721 rupturas registradas en los juzgados de España en 2006 de las que tienen datos, en 15.296 casos es el padre quien paga la pensión de alimentos y sólo en 425 ocasiones lo hace la madre. Es decir, en el 97,28% de los casos la custodia de los menores se concede a la mujer.
La sentencia de divorcio al uso en España atribuye a la mujer la custodia de los hijos, el domicilio conyugal y una pensión de alimentos. Esas tres patas son las que analiza por separado un proyecto de ley catalán que en pocas semanas entrará en el Parlamento de esa comunidad. Es un texto pionero en España en el que se establece que la custodia compartida será la norma habitual que aplicarán los jueces y obliga a los padres a presentar en el juzgado un plan de parentalidad sobre cómo piensan ejercer esa responsabilidad tras la ruptura. El proyecto, además, separa las cuestiones patrimoniales, como la casa y la pensión, de las afectivas, relacionadas con los hijos.
Diversas asociaciones de padres separados entienden que ése es el camino y ya han empezado a exigir al Gobierno de Rodríguez Zapatero que cambie la ley actual. Uno de los que está más implicado en esa batalla es Joan Carles Castañé, que saltó a los medios de comunicación hace unos meses, cuando una juez le negó la custodia compartida de sus dos hijos porque era cojo, entre otras razones. Recurrió y la Sección 18 de la Audiencia de Barcelona no sólo no le dio la razón, sino que modificó el pacto que tenía con su ex mujer sobre el régimen de visitas a los hijos, que ahora tienen ocho y cuatro años. En aplicación de esa sentencia, los niños pernoctan los lunes con la madre; el martes, en casa del padre; el miércoles vuelven con la madre; el jueves están con el padre desde que salen del colegio hasta las 20.00. Después con la madre y, el viernes empieza el fin de semana con el progenitor que corresponda, alternativamente.
Las cifras del Instituto Nacional de Estadística (INE) señalan que en 2006 se produjeron en España 145.745 rupturas matrimoniales -126.952 divorcios y 18.793 separaciones-, que afectaron a 110.982 hijos menores de edad. Una cifra notable comparada con las 211.818 bodas que se celebraron el mismo año. Durante 2005, se rompieron otras 136.876 parejas y los menores afectados fueron 86.465.
Del comportamiento de esos padres y de la decisión del juez depende la vida cotidiana de centenares de miles de niños en España. Y es que las mujeres siguen siendo, en su gran mayoría, las encargadas de la crianza y educación de los hijos, pero cada vez surgen más padres que, tras el divorcio, se implican en ello. Y, sin embargo, la justicia no les reconoce como tales en la mayoría de las ocasiones. A veces, mal aconsejados por sus abogados, renuncian de entrada a pedir la custodia compartida. ¿No hablábamos de sociedad igualitaria?
"No comprendo que los jueces invoquen siempre el interés del menor y que los niños han de tener una estabilidad emocional y después dicten sentencias como la mía", se lamenta Castañé. Pese al trasiego diario, sus hijos siguen integrados en su medio social y familiar. Su comportamiento es el de miles de hombres y mujeres, que en muchos casos, y si su economía lo permite, se quedan a vivir en el barrio de su antiguo domicilio para mitigar en los menores los efectos de la ruptura.
Como Antoni Duran, que tiene 46 años y se separó en 2003. Su ex mujer tiene reconocida la custodia, pero el hijo, de 14 años, pasa la mitad de la semana con su padre y la otra mitad con la madre. Fue él quien se quedó el domicilio conyugal, tras comprarle a ella la mitad, y la mujer se marchó a vivir a otro piso en el mismo barrio del Eixample barcelonés. "Lo importante es tener claro que se separa la pareja, no los hijos, y que se es padre toda la vida", dice.
El profesor de instituto y coordinador pedagógico Alejandro González, con más de 20 años de experiencia, también quita hierro a los efectos de la doble residencia en las notas. "Depende de cada estudiante, pero la movilidad de domicilios incluso puede llegar a ser positiva. Superado el impacto de la ruptura, los chavales aceptan como normal que tienen dos casas y eso no tiene porqué influirles en los estudios".
"Lo importante es repartir de manera equitativa el cuidado y la cría de los hijos, aunque sea en dos viviendas distintas". Pero la legislación española no va por ahí, explica Francisco Serrano, juez de familia de Sevilla desde hace 10 años. "No es razonable que se creen más juzgados de violencia sobre la mujer que juzgados de familia. En lugar de favorecer la mediación se está estimulando el conflicto". Julio Bronchal, psicólogo especializado desde hace más de 10 años en conflictos familiares y maltrato infantil también lo tiene claro. "Siempre es preferible el tránsito entre domicilios de padres que la ausencia de uno de ellos", que es la situación que viven la mayoría de hijos de padres separados.
En las relaciones de pareja, como en las de padres e hijos, la distancia puede ser el olvido. O no. Elisa G., de 39 años, vive en Santander y se separó en 2005. Tiene la custodia de los dos hijos, mellizos de 11 años, que están con su padre dos días por semana y fines de semana alternos. Él se quedó a vivir en el mismo barrio, "y eso ha sido muy bueno para los niños, pero no para mí". Reclama que no se revele su identidad y explica que se ha sentido acosada durante años "por un hombre que es muy celoso y que me lo ha hecho pasar muy mal, hasta el punto de ponerme un detective para seguir controlándome".
Otro caso bien distinto. El magistrado José Luis Carratalá vivía en Valencia. En 2001 se acabó su matrimonio y se fue a ejercer a Barcelona. El hijo se quedó con la madre y desde entonces Carratalá recorre 700 kilómetros cada dos semanas, entre ir y volver, para estar con él. "Vale la pena. Es mi obligación como padre y el chaval lo agradece", dice.
"Lo importante es evitar el conflicto. A un niño no le deberían preocupar las consecuencias del divorcio, sino estudiar y pasárselo bien". Quien habla así es Amor Martos, de 30 años y administrativa de profesión. Acaba de fundar la Asociación de Hijos de Padres Separados. Los suyos rompieron en 1991. "Me robaron la juventud", dice al evocar su experiencia. Durante cinco años frecuentó las comisarías de policía, porque cuando estaba con su madre se escapaba con su hermano pequeño a casa del padre, al que no se le permitía visitar.
El suyo es un caso extremo, pero no es excepcional, porque en ocasiones son las mujeres las que pierden el contacto con los hijos. Amaya Puente de Muñozgoren tiene 49 años, es telefonista y vive en Palma de Mallorca. Tiene cinco hijos de entre 28 y 12 años y vivía en una situación económica muy cómoda por los ingresos de su marido. En julio de 2005 él se fue a vivir a la casa de veraneo de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) con los pequeños y la madre nunca más ha podido estar con ellos. El hombre tiene la custodia y ella explica que es porque ha manipulado a los menores y ellos "han preferido el dinero y la comodidad que les ofrece su padre a la presencia de su madre". Es lo que algunos psicólogos definen como síndrome de alienación parental (SAP), el rechazo hacia un progenitor que el otro crea en el hijo.
Algunos colectivos niegan el SAP argumentando que no está diagnosticado por la Organización Mundial de la Salud, pero se llame como se quiera, los psicólogos lo constatan desde hace tiempo cuando analizan a los hijos y entregan su informe al juez. Amaya explica que en estos casi tres años transcurridos desde la marcha, ha viajado de Palma de Mallorca a Cádiz en 14 ocasiones y que nunca pudo ver a sus hijos.
A pesar de que los divorcios y sus consecuencias afectan durante años a centenares de miles de personas, en España no existe una jurisdicción especializada en familia, como ocurre con los juzgados mercantiles o de menores, entre otros. En algunas grandes ciudades hay juzgados a los que se les atribuyen esas competencias exclusivas en familia y en el resto son juzgados de primera instancia e instrucción, en los que el mismo juez que decide sobre los efectos de una separación, sentencia una riña de vecinos o encarcela a un ladrón.
Posiblemente si hubiera jueces especializados serían más sensibles a casos como el de Joan Vilà, empresario de 44 años que vive en Barcelona. Hace ocho meses que su ex mujer se fue a vivir a Sevilla, a 1.200 kilómetros, con sus hijas, de 11 y 8 años. Él lo denunció y la justicia la requirió para que regresara, pero ahora otra resolución judicial la autoriza a seguir allí. Juan Martos también vive en Barcelona y tiene una hija de ocho años a la que se llevó su madre a Miranda de Ebro (Burgos) en julio de 2006 y todavía no ha vuelto. La justicia le reconoció la posibilidad de visitarla cada 15 días. "Hace dos meses que dejé de ir, porque no puedo pagarlo", dice.
La cuestión de fondo es que, tal y como funciona nuestro sistema judicial, no existe un control efectivo en la ejecución de las sentencias de familia, empezando por el incumplimiento del pago de las pensiones de alimentos, que es un delito, y acabando por los impedimentos para que los progenitores estén con sus hijos cuando les corresponda, sea en fin de semana o vacaciones. Son situaciones que requerirían una rápida respuesta judicial, porque de nada sirve que un juez reconozca esos derechos cuando ya es tarde.
El falso mito de la estabilidad
JOSÉ MANUEL AGUILAR
EL PAÍS - Sociedad - 27-05-2008
La sociedad actual se articula sobre familias que han adoptado formas muy diversas. Del modelo de familia en donde un padre y una madre educaban a los hijos hemos pasado, entre otras, a las familias monoparentales, reconstituidas o familias sin vínculos legales. Aún lo anterior, todas comparten una característica común, como es el hecho de que el reparto de papeles del trabajo en el hogar y del que sale de él, para buscar los recursos con los que sustentarlo, se ha diluido. Los padres y las madres son, con desigual distribución, encargados del hogar y trabajadores que pasan largas jornadas de trabajo fuera de casa. De este modo, los hijos de éstos se han acostumbrado a pasar de las manos de sus progenitores a las manos de los docentes, para luego transcurrir por las manos de los encargados del comedor escolar, la ludoteca, el transporte escolar, las clases extraescolares, los abuelos, los trabajadores domésticos hasta que, a altas horas de la noche, vuelven a los brazos de sus padres que, en el mejor de los casos, juegan un poco con ellos, los bañan, dan de cenar y acuestan.
A poco que nos fijemos los niños van de un universo a otro sin mostrar mayores esfuerzos y, más importante aún, secuelas. En las familias donde los padres están divorciados los niños añaden a lo anterior la alternancia de habitaciones, fines de semana y vacaciones con sus respectivos padres, sin referir tampoco trauma alguno a los profesionales. Los psicólogos tenemos claro que los niños necesitan crear vínculos fuertes y que cuantos más creen mucho más seguros se desarrollarán. Los vínculos que establecen les enlazan con las figuras significativas de su entorno -padres, abuelos, amigos- y con los mundos privados que rodean a cada uno, que les ofrecen alternativas, afectos y modelos distintos. El mayor dolor que puede sufrir un niño en un divorcio es ver cómo sus padres se enfrentan y sentir que pierde la posibilidad de estar en contacto con uno de ellos. Si, además, esto es impuesto por uno de los padres, que le obliga a profesar un amor fiel, a la par que un rechazo encarnizado al otro, el dolor se convertirá en maltrato.
Nuestra sociedad debe entender que las parejas se rompen, pero que eso nunca ocurrirá con la familia del niño. Allí donde esté ese hombre y esa mujer serán su padre y su madre. A fin de cuentas, y como todos sabemos, para educar a un niño hace falta toda la tribu. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Joana Bonet. 28-V-08,LA VANGUARDIA.
Nunca poana ser enrermera en la clínica San Rafael de Cádiz. Embargarían mi sueldo a base de multas por no llevar la falda blanca que incorpora el uniforme obligatorio y en su lugar enfundarme en unos pantalones, mi prenda de trabajo desde que entré a formar parte de la población activa. Con faldas, la jornada se hacía más larga y las carreras en las medias contribuían a potenciar el sentimiento de vulnerabilidad, además del frío del ventilador inmiscuyéndose entre los muslos. Admiro a las mujeres que consideran las faldas sus perfectas aliadas. Dominan el arte de las distancias, el tamaño de la zancada, el ángulo para agacharse a recoger un objeto reivindicando la feminidad de una tela con caída libre sobre su cuerpo. Pero venero más aún a aquellas pioneras que se atrevieron a cambiar su indumentaria recibiendo todo tipo de reprimendas: llevar trajes masculinos fue una de las acusaciones formuladas en el juicio contra Juana de Arco, también le valieron muchos disgustos a Catalina de Mediéis, sin olvidar las palabras del pintor Eugéne De-lacroix, suscritas por muchos varones de la época: "El pantalón femenino es un insulto directo a los derechos del hombre", mon Dieu!.
Algunos abuelos se quejaban de que con pantalones era imposible distinguir a un chico de una chica hasta que empezaron a utilizarlo las abuelas, expulsando cualquier rastro de lujuria. Pero hoy llevar pantalón continúa siendo reprobable si atendemos a las multas que de nuevo ha impuesto dicha clínica (y que ya fueron rechazadas ampliamente por varios organismos). Que este tipo de normas sigan vigentes en un país regido por la política paritaria resulta tan discutible como las leyes que castigan más a los hombres que a las mujeres por el mismo delito, según sentencia dictada por el tribunal Constitucional. No comparto la ortodoxia ideológica de quienes quieren hablar en nombre de todas las mujeres; se puede ser feminista pero estar en desacuerdo con que ese 10% de maltratadores que son mujeres según el Ministerio de Justicia (5% según el Observatorio Estatal de Violencia contra la Mujer) reciba menor castigo que el resto. Si bien el discurso de la discriminación positiva se justifica a la hora de desarrollar políticas sociales que garanticen la igualdad entre sexos -a la cual, sin su ayuda, no llegaríamos hasta el siglo XXII- es difícil defenderlo dentro de los fines propios del derecho penal. Por supuesto que convivimos con la arraigada herencia del patriarcado. Claro que existe una tipología de terrorismo masculino que debería estar tan perseguida como el terrorismo político. Y es probable que muchas de esas mujeres actúen en defensa propia, hecho que la justicia tendría que identificar y, en razón del mismo, juzgar. Pero tipificar los delitos en función del sexo basándose en la estadística abre la puerta a futuras leyes que constriñan los derechos fundamentales de la persona. ¿Qué pasaría si estuviese más penado el abandono de un recién nacido por parte de una mujer que por parte de un hombre?
Cualquier medida de choque para acabar con la lacra de la violencia de género -empezando por cómo se informa de dichas noticias, y por los medios, escasos, tanto humanos como económicos, que se invierten para aplicar la ley o su penetración, hasta ahora nula, en las escuelas- es urgente. Pero no comparto la alegría de quienes aplauden la resolución del Constitucional porque creo que, lejos de ser una medida efectiva, recrudece la polarización entre los sexos. Una víctima hombre debería valer tanto como una víctima mujer porque unos y otros tenemos el mismo derecho a llevar pantalones.
[1] La conversación entre María Emilia Casas –presidenta del tribunal Constitucional- y la abogada María Dolores Martín –abogada y presunta asesina de su ex-marido- sobre la custodia de la hija común es reveladora y quizás ayude a los más legos en la materia a superar el papanatismo “feminista” que impera en este asunto. Véase EL PAÍS, 4-6-2008:
Quizás sea injusto, pero parece que María Emilia Casas ha sufrido un caso de justicia poética, después de avalar esa ley inicua -la Ley integral contra la Violencia de Género- que vuelve a consagrar la discriminación en función del sexo.
[2] Por supuesto El País lleva días intentando compensar su osadía con cansinos artículos en los que se vuelve a repetir el mantra de la violencia machista contra la mujer fruto de la una sociedad patriarcal que crea sin cesar monstruos como Josef Fritzl:
Familia patriarcal y machismo asesino. BONIFACIO DE LA CUADRA
EL PAÍS - Opinión - 04-06-2008
A la memoria de mi querida y admirada Marisa
No existe una relación inmediata de causa/efecto, pero sí puede afirmarse que la estructura de valores de la familia patriarcal constituye un caldo de cultivo, un terreno abonado, un ambiente propicio para el machismo asesino. De ahí que el gravísimo problema de la violencia de género deba atacarse desde su raíz: el tradicional poderío del varón en todos los ámbitos de la sociedad, y muy particularmente en el hogar familiar.
Es curioso cómo muchas mujeres describen los avances igualitaristas de los hombres -esposos, novios, hijos, padres- en la casa común con expresiones como que el hombre "ayuda" o "colabora" en las faenas domésticas, desde el convencimiento de que el trabajo doméstico es, básicamente, obligación de la mujer -esposa, novia, hija, madre-. Una trabajadora, dentro y fuera de casa, ironizaba hace unas semanas, en televisión: "Mi marido y yo tenemos el trabajo repartido; él deshace la cama y yo la hago, él come y yo hago la comida".
De esa situación hay un paso a Mi marido me pega lo normal, título de un libro del forense Miguel Lorente, recientemente designado delegado del Gobierno para la Violencia de Género. Lorente, con experiencia por sus anteriores cargos en la Junta de Andalucía, expone las causas habituales del maltrato del hombre a su mujer ("no tener preparada la comida", "llevarle la contraria", "no estar en casa cuando él llegó o llamó", "quitarle la autoridad ante los hijos u otras personas"...) y el objetivo de las palizas: mantener la autoridad y lograr que ella esté sometida y controlada. Según Lorente, se trata de una violencia estructural, que actúa de "elemento estabilizador de la convivencia bajo el patrón
[de dominio patriarcal] diseñado", de modo que existe "permisividad social hacia la agresión a la mujer en pequeñas dosis".
De hecho, en las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre las cuestiones que más inquietan a los españoles, el maltrato intrafamiliar no figura nunca entre las preocupaciones principales, a pesar de tratarse de un fenómeno con todos los ingredientes para suscitar la alarma social y con muchas más víctimas mortales que, por ejemplo, el terrorismo.
Una muestra de las raíces históricas patriarcales de la violencia machista la ofrece, en el siglo XVIII, Juan Jacobo Rousseau: "La mujer está hecha para obedecer al hombre; la mujer debe aprender a sufrir injusticias y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar. La docilidad por parte de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón". Y dos siglos después, el inefable Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, con muchos adeptos, apuntillaba: "La mujer no tiene por qué ser inteligente. Basta con que sea discreta".
¿Puede extrañar demasiado que el patriarca austriaco Josef Fritzl, tras esclavizar durante 24 años a su hija Elisabeth, se atreva ahora a alardear de haber celebrado en familia la Navidad con aquellas criaturas procreadas mediante violación y que presuma de no "haberlos matado a todos"? Su compatriota, la escritora feminista Elfriede Jelinek, ha arremetido contra un país incapaz de cuestionar "la palabra del padre" y menos aún la autoridad de un padre-abuelo, reflejo de sus rigurosas estructuras patriarcales.
En España también podemos tener claro que el origen del machismo asesino, y de la no menos grave dominación masculina consentida y silenciosa, está en ese modelo patriarcal de familia nucleado en torno a un matrimonio sacramental y procreativo que une a ambos cónyuges, como predica la Iglesia y aplican los maltratadores, "hasta que la muerte los separe".
¿Cómo atajar esa lacra? La juez Manuela Carmena reveló hace años que un recluso le manifestó en la cárcel: "Yo he matado a mi mujer, pero no soy ningún delincuente". Lorente niega que se deba tratar como un mero "conflicto de pareja", según pretendió algún psicólogo, y apuesta por la justicia penal, por cierto mal organizada y poco sutil para resolver conflictos en los que conviven los sentimientos con los delitos. Los propios jueces han cuestionado en más de cien casos los tipos penales feministas creados por la Ley Integral contra la Violencia de Género, mientras siguen sin aplicarse los preceptos educacionales de esa ley integral y continúan pendientes medidas igualadoras, como la equiparación salarial entre ambos sexos y la obligación de los hombres de pedir el permiso de paternidad. En 2007, casi 40.000 mujeres tuvieron que abandonar el trabajo para encargarse de los hijos, frente a sólo 2.000 padres.
En ese contexto, un Gobierno con más mujeres que hombres, una joven ministra de Igualdad y una mujer al frente de las varoniles Fuerzas Armadas constituyen medidas pedagógicas saludables, que crispan a la caverna, pero que no coinciden con la realidad extragubernamental. Mientras predomine la dominación patriarcal, sigan existiendo situaciones de desigualdad y, como ha dicho Ángela San Román, directora del Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha, "se cuestione permanentemente el avance de la mujer", estaremos sembrando la semilla del maltrato.
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