miércoles, diciembre 19, 2007

¿Qué hacemos con los adolescentes?

Hasta hace una par de semanas asistí al ciclo de conferencias del “Àmbit Maria Corral” sobre adolescencia y comunicación. En general, entre los conferenciantes ha dominado un tono paternalista-benevolente, que ha frisado en muchas ocasiones el puro angelismo. Muy pocos se han permitido hacer análisis que incómodos, y en más de una ocasión me han asaltado las dudas sobre si queríamos hacer algo más que observar, analizar e ir tirando. Me temo que estos mimbres va a resultar difícil armar nuevas estrategias de actuación.

Hubo apelaciones a no caer en la eterna tentación de dramatizar “lo mal que está la juventud” y a no ser alarmistas. Se insistió en que permitiéramos correr riesgos a nuestros adolescentes, a que no cayéramos en el intervencionismo opresor, a que tuviéramos paciencia, -las aguas volverán a sus cauce cuando dejen de ser “cafeteras hormonales”-. Lo importante es mantener la cercanía y tender puentes pero sin agobiar.

En cuanto al contenido de los mensajes que les hemos de dirigir, apenas se dijo nada, como viene siendo habitual. ...La adolescencia no es momento de sermones. En ese período, son los chicos y las chicas quienes han de encontrar las respuestas. Los adultos educamos con nuestras actitudes, con la coherencia de nuestras vidas, estando disponibles y no con asfixiantes admoniciones…

Son apreciaciones sensatas, sin duda, pero creo que tras esta sabia y cómoda estrategia pedagógica se oculta una preocupante incapacidad para articular contenidos educativos ambiciosos, o algo todavía peor, la renuncia a educar.

Mientras tanto, las encuestas y los estudios estadísticos sobre la adolescencia se multiplican, y los expertos se entregan a realizar pormenorizados diagnósticos. Pero cuesta mucho hacer algo más que identificar síntomas alarmantes. De las posibles causas de lo que ocurre se habla poco y cuando se hace, se impone la inercia fatalista. Nos resistimos a concretar qué hay detrás de esas señales y nos perdemos en divagaciones confusas que nos impiden concretar qué hay que hacer. Tanta inflación de pensamiento esconde nuestra impotencia para actuar.

Me temo que si la educación anda mal es porque nos hemos ido instalando poco a poco en la anemia educativa y nos cuesta reconocerlo. Basta preguntarle a cualquier adulto qué hay que enseñar a un adolescente para constatar cuánto le cuesta balbucear algún contenido consistente e incuestionable. Y mientras los adultos andemos tan perdidos la educación continuará agradándose.

Además con esta falta de convicción en los contenidos educativos, tampoco encontramos la energía, la ilusión y la autoridad para inculcar los pocos contenidos que consideramos esenciales. Y ahí creo que radica la causa más profunda de la crisis de la educación actual. Podemos promover la cohesión social, formarnos de por vida y hacer filigranas pedagogistas, evaluarnos y reevaluarnos obsesivamente, culparnos mutuamente, etc. pero si no tenemos íntimamente asumido qué queremos enseñar a las generaciones futuras, la educación seguirá herida de muerte. Y seguirá extendiéndose el abstencionismo educativo, disfrazado eso sí de fatuas pirotecnias: innovación pedagógica, nuevas tecnologías, proyectos, campañas, etc.

Solo alcanzamos cierto consenso en las acciones preventivas de urgencia, que utilizan la alarma y el miedo como único argumento. Un trasunto sin duda del miedo de los adultos a que los adolescentes nos compliquen y perturben nuestro ensimismamiento. Quizás sea el destino inevitable de las sociedades opulentas: incapacidad creciente para asumir proyectos colectivos, egos narcisistas, escapismo, consumismo adictivo, vacuidad formalista, hipocresía, cinismo...

Mientras tanto hay un “maestro” dispuesto a ocupar la posición abandonada por los adultos y a colonizar sus mentes de nuestros adolescentes. Me refiero al mercado y a sus nuevos instrumentos tecnológicos. O lo que es lo mismo, me refiero al lado más oscuro de nosotros los adultos, dispuestos a explotar la fragilidad de nuestros menores para obtener beneficios emocionales, para comprar nuestra tranquilidad, o directamente para enriquecernos a costa de la inmadurez de los menores (el consumo infantil y juvenil es un gran negocio).

Las nuevas subjetividades adolescentes están siendo construidas por el mercado, mientras los adultos, escondemos nuestra comodidad e impotencia enredándonos en discusiones bizantinas. No exagero. Basta comprobar cuántos teléfonos móviles de última generación tienen los chicos y chicas que nos rodean.

¿Y qué construye el mercado? El mercado sólo puede construir egos ansiosos permanentemente necesitados de la sobreestimulación de sus pulsiones más primarias; perfiles psicológicos caracterizados por su falta de interioridad y juicio crítico; personalidades impulsivas, adictivas y dependientes, incapaces de aceptar la frustración; identidades débiles e inseguras que mendigan reconocimiento recurriendo a prótesis externas y autopromocionándose como si fuesen una mercancía; seres inmaduros con dificultades para asumir compromisos o implicarse en proyectos a largo plazo... Poca broma, señoras y señores.

La adolescencia se ha convertido en un extraño periodo, en el que los adultos en lugar de iniciar al chico o la chica en el combate de la vida adulta, optamos por mantenerlos infantilizados y dependientes el mayor tiempo posible, sumidos en una monstruosa e interminable niñez, en la que se disfrutan de todos los derechos del adulto, pero de ninguna de sus obligaciones.

En esa etapa, en lugar de descubrir a los adolescentes la gran empresa de la vida adulta, que siempre ha sido luchar por reducir el dolor del mundo y por elevar la dignidad de la condición humana, dejamos que se atrincheren en sus miedos y que se encierren en sus mundos clausurados y gregarios, regidos por el consumo adictivo, el Messenger, el “ruido” escapista y la autopromoción permanente (yo-mercancía). Y lo que es peor, no faltan los adultos infantilizados que, seducidos por esos paraísos ficticios de los adolescentes, se empeñan en emularles.

Pero, afortunadamente en el ciclo del Àmbit Maria Corral también se escucharon algunas voces incisivas y críticas. Javier Elzo, por ejemplo, recordó que los adolescentes necesitan adultos que sepan decirles “NO”, que den importancia a la competencia personal y a la racionalidad en las conductas, que les descubran el valor objetivo del dinero, que les enseñen a distinguir lo que es importante de lo que es urgente, que aprecien la diferencia entre calidad de vida y nivel de vida, que les enseñen a gestionar su sexualidad, que crean en la posibilidad de construir un mundo mejor y les que les animen a diseñar su proyecto de vida.


Jaume Funes propuso que fuésemos especialmente exigentes en cinco ámbitos: orden, respeto, higiene y estudio. Insistió en que a nuestros adolescentes se les haga razonar sus “por qué sí” o “por qué no”. Deben tomar decisiones, asumir sus errores y a aprender de ellos.

La investigadora Carme Timoneda animó a los padres y educadores a no taponar las grietas inesperadas que aparecen en las conductas adolescentes con remedios de urgencia (dudas, desmotivación, incomunicación, posibles comportamientos agresivos, etc.). Y nos instó a asumir sus desconcertantes comportamientos de defensa (por ejemplo, las incongruencias entre el lenguaje oral –de signo lógico cognitivo- y la expresión corporal –de signo emocional-) como reflejo de su inmadurez emocional. Hay que enseñarles a gestionar sus emociones. Para ello, propuso hacerles ver las consecuencias de sus actos, activando tanto la parte cognitiva como la emocional (“aunque si están muy bloqueados, puede resultarles imposible”, comentó). Y hay que ponerles límites con firmeza, aunque no con gritos.

Amparo Tomé, que nos recordó la diferente percepción de la realidad que tienen los adolescentes según su sexo y cómo siguen condicionándoles extraordinariamente los estereotipos de género, enfatizó la necesidad de no abandonar en manos de la televisión o internet la educación sexual de nuestros adolescentes.

Y Jaume Cela habló de habló de acompañarles en su descubrimiento del mundo (la belleza del sexo, la agresividad, el amor, el sufrimiento...) combinando dos acciones: “domesticar” (hacer entender el valor de las normas) y “liberar” (darles confianza para que puedan ir más allá de las normas). E insistió especialmente en que no podemos ahorrarles la experiencia educadora del dolor. Han de descubrir que pueden hacer y hacerse daño para salir de la inocencia y conquistar su autonomía. Solo así llegarán a ser plenamente adultos, es decir, capaces de asumir como propias las necesidades del otro. Y planteó cinco custiones en los que se debería ser muy exigente: el orden, el respeto, la higiene, las tareas domésticas y el estudio.

Por supuesto, todos estuvieron de acuerdo en que lo primero que necesitan los adolescentes es sentirse queridos. Es algo que exige de nosotros una comunicación que no sea exclusivamente racional, sino también emocional y empática. Desde luego, sólo amándoles, podrán aprender a amar y encontrar el estímulo para luchar por un mundo más digno y mejor. Su reto futuro será ese: luchar y amar.

No hay comentarios: