lunes, abril 23, 2007

La escuela, espacio protegido.

En la penúltima entrada, proponía que padres y profesores deberíamos a volver a “leer la cartilla”a nuestros hijos y alumnos, que parecen haberse acostumbrado a la sobreprotección y al permisivismo. Pero yo mismo me pregunto si estamos en condiciones de conseguir algo en un entorno tan desfavorable a semejante empeño.

Nuestro modo de vida actual parece dominado por una inercia ingobernable que nos arrastra a todos y cada uno a convertirnos en “voraces unidades de consumo” (la definición de “individuo” más acorde con este momento histórico), desde el primer gemido hasta el último suspiro. Una inercia que se alimenta de la sobreestimulación permanente de nuestros deseos, especialmente de los más irracionales y primarios, porque son los que más dependencia crean y los que mejor nos fidelizan como consumidores. El bienestar acaba asociándose al nivel de inmediatez con que se satisfacen esos deseos y sus reformulaciones posteriores, inevitables porque los bienes consumidos son por la lógica del sistema cada vez más volátiles y perecederos y nunca llegan a saciar, de modo que el individuo no se estabiliza jamás. De hecho, el individuo actual se construye a través del ciclo estimulación-consumo (modas, experiencias, relaciones virtuales, etc) y sus identidades simultáneas o sucesivas son tan poco consistentes como los propios bienes de consumo, que se tiran y reemplazan tras su uso efímero. El individuo es “por y para el consumo” y se conforma en función de los dictados que el mercado impone. Se trata de la llamada sociedad de la “modernidad líquida” que, según Bauman, nos invita constantemente a evadirnos de nosotros mismos cuando las cosas se complican, a renovarnos, anular el pasado, volver a nacer, adquirir un yo diferente, reencarnarse en una persona totalmente nueva (véase El reptes de l’educació en la modernitat líquida, Arcadia, 2007)

Evidentemente este modo de vida se aviene mal con toda forma de limitación o resistencia, aunque sea en aras de preservar bienes superiores, de cultivar la excelencia o de favorecer la virtud. La inercia del sistema tiende a allanarlo todo y convertirlo en equivalente y legítimo, dejando el potencial indiferenciado de la experiencia humana disponible para ser vendido, consumido y olvidado.

¿Qué hace una familia o una escuela predicando la austeridad, el esfuerzo y la excelencia en semejante entorno? ¿Qué posibilidades tienen? ¿Para qué realizar sacrificios y esfuerzos agotadores en el proyecto de construir un yo sólido y consistente cuando la identidad se monta y desmonta fácilmente y siempre a partir de cero?, se pregunta Barman.

Nuestros chicos y chicas viven en la escuela esa apoteosis del instante que choca con la antigua cultura del esfuerzo. Los centros educativos se rinden a la inmediatez de Internet y del imperio sonorovisual, mientras la palabra languidece penosamente ante su impulso arrollador. Las actividades fáciles y “motivadoras” y el “fast food” intelectual han desplazado los aprendizajes arduos, que sólo ofrecían su valioso fruto tras mucho estudio, disciplina y aplazamiento de recompensas.

Pero cuando esos chicos y chicas llegan a sus casas, se desenvuelven en un entorno ruidoso, saturado de estímulos primarios y de “emociones-choque” –así las llama M. Lacroix- fugaces, dopantes y especialmente nocivas porque embotan la sensibilidad y la incapacitan para admirar la excelencia o gozar de las “emociones contemplación” (el deleite ante un paisaje o una música, el goce derivado de una lectura, etc). Cristòfol-A Trepat lo explica muy bien...

¿Educar sin instruir?
( http://www.fespinal.com/espinal/llib/es146.pdf )


Se va gestando así una actitud de indiferencia hacia el saber, el trabajo y la vida que como ya había observado George Simmel y recuerda Bauman, tiende a experimentarlo todo como insípido e insustancial, a no sentirse ligado a nadie, a sumirse en un estado melancólico que nada puede saciar, porque carece criterios que le permitan “apartar el grano de la paja, el mensaje del ruido de fondo”. (p. 25).

Así están las cosas y para superar esta situación de bloqueo, Bauman, utilizando una ingeniosa metáfora, propone no seguir usando “proyectiles balísticos”, como antes, y sustituirlos por “misiles inteligentes”…

Desde el momento en que salen disparados, la trayectoria y la distancia que han de recorrer los proyectiles balísticos ya ha sido decidida por la forma y la posición del cañón y la cantidad de carga explosiva… Los filósofos de la educación, en la era de la modernidad sólida, creían que la tarea de los maestros era lanzar “proyectiles balísticos”, y los enseñaban a procurar que sus productos siguieran estrictamente la trayectoria prevista determinada por el impulso inicial. La obligación del alumno era ponerse a tiro y, en cualquier caso, las armas las tenía el educador.

Pero ahora, en la modernidad líquida, convendría que nos centráramos en los misiles inteligentes, que aprenden sobre la marcha, renunciando a las decisiones previas sin dilaciones, ni nostalgias, porque la información que asimilan caduca rápidamente. Lo que los cerebros de los proyectiles inteligentes no han de olvidar nunca es que los conocimientos que adquieren, por encima de todo, se pueden lanzar después de hacerlos servir…, que el éxito depende de saber ver en qué momento dejan de servir y se han de lanzar.

Según Bauman, en un mundo que tiene pocos visos de cambiar el rumbo errático que imponen la creación de mercados, la única opción que existe de escapar a sus estrategias de dominación, es no siendo cómplices de su “incertidumbre prefabricada” y de su tendencia a la “precarización” (término de Bourdieu que Bauman define como “las maquinaciones que dan como resultado que los individuos se vuelvan más inseguros y vulnerables, y, por tanto, todavía más previsibles y dominables sus reacciones”). Pero, para ello, hay que desarrollar no sólo habilidades que permitan participar en un juego creado por otros, sino también poderes que permitan influir en los propósitos del juego, sus reglas y los premios que se darán. Y eso supone estar en alerta permanente, en formación continua, porque hay que conocer al enemigo para vencerle. Eso supone luchar por reconquistar y reconstruir incesantemente el espacio público, siempre amenazado porque el consumidor es el enemigo del ciudadano, porque las libertades del ciudadano no son propiedades que se adquieren de una vez para siempre. …Lamentablemente -protesta Bauman- nos preocupa mucho estar al tanto del último avance técnico pero menos los cambios que se producen en la política y en las reglas del juego. Quien no tenga contacto con el presente -quien se deje dominar por la pasividad, la ignorancia y la incertidumbre- que no ansíe dominar el futuro, concluye Bauman.

Mi duda es si el desideratum de Bauman podrá realizarse yendo siempre a remolque de los acontecimientos, corriendo tras los alumnos -por seguir con su símil- convertidos en blancos móviles que nos obligan a perseguirles sin darles alcance, mientras afinamos el mecanismo de nuestros misiles inteligentes. Tiendo a pensar que Bauman es más eficaz diagnosticando que haciendo propuestas. Quizás deberíamos escapar a la seducción de una premisa que Bauman no cuestiona: el espejismo del cambio permanente que invalida cualquier asidero firme. Deberíamos tener el coraje de reconocer que sobre esa base es imposible llevar a cabo ningún proceso educativo valioso, porque el educador es por definición alguien capaz de ir por delante y que, a pesar de los envites del presente, sabe encontrar siempre puntos de anclaje.

Es evidente que el presente ofrece continuas novedades y exige interacción y creatividad permanentes, pero no a costa de considerar desechable todo el bagaje acumulado sobre la condición humana. Actualmente, por ejemplo, parece haberse redescubierto la importancia de establecer límites, pero esa era una lección antigua que habíamos menospreciado.

La solución no está en la huida hacia adelante, adaptándonos seguidistamente a la inercia de unos muchachos sin rumbo, sino en asumir la tarea educativa con toda su aspereza, sin alivios, ni edulcorantes. Sólo así podremos promover individuos sólidos que ofrezcan resistencia a la precarización y la incertidumbre crecientes. Al fin y al cabo, la escuela siempre ha sido un espacio artificioso que ha cifrado su eficacia en violentar sabiamente las inercias, en un ámbito de aprendizajes arduos conseguidos con mucho esfuerzo colectivo. ¿Por qué es imposible recuperar esta perspectiva?.

Alguien recientemente me ha señalado que mi propuesta equivalía a institucionalizar la esquizofrenia entre el mundo escolar y el mundo no escolar. Acepto la observación, pero creo que siempre la escuela ha cumplido su misión, ha entrado en contradicción con muchas prácticas sociales de su entorno. La escuela debe ser un espacio protegido, un paisaje de elevado valor mediomabiental, donde se busca la excelencia.


Comenta Salvador Cardús en su obra Bien educados , Paidós, 2006:

La educación, para ser eficaz, necesita una autoridad visible, maestros que guíen de manera ejemplar, padres que sepan decir «no» y marcar límites con seguridad. De ahí que tampoco es conveniente que la educación cívica se presente como si se tratase de un asunto de motivación y seducción. Se debe buscar la habituación en un determinado orden formal que sea cívico de por si y, a ser posible, que gradualmente provoque una reflexión critica sobre este comportamiento y la situación que pretende resolver. Sin embargo, creo que es una empresa titánica —amen de imposible— conseguir una buena educación cívica como resultado de una diversión, una estimulación, confundiendo la convivencia con el buen rollo.

Quizás suene demasiado fuerte decirlo así —sobre todo si se tiene en cuenta que lo sostengo más como intuiciónn que como tesis definitiva—, pero la educación que, enmascarando la autoridad, ha acostumbrado a los chicos y chicas a la seducción, pese a que se había creído de buena fe que seguía una pedagogia antiautoritaria, puede haber estado haciendo el trabajo sucio de la sociedad de consumo. Dicho de otro modo, quizás los niños y niñas han sido entrenados para responder a la motivación seductora de la publicidad y, por ende, se ha contribuido a debilitar la fuerza de voluntad indi­vidual que les hubiese permitido resistir mejor la tentación del mercado. Sin duda alguna, no voy a sugerir que un determinado progresismo pedagógico tenga que pedir perdón publico por el mal cometido, pero si le pido que lleve a cabo una reflexión autocrítica sobreesta cuestión.




No hay comentarios: