domingo, agosto 24, 2008

El sustrato biológico de los roles sexuales y la plausibilidad de las identidades género.

Para el hombre es verdaderamente bueno que los programas de educación tengan en cuenta, en la medida de lo posible, el factor “naturaleza humana”, con el fin de evitar a los hombres frustraciones inútiles.”[1] Lo dice Irenäus Eibl-Eibesfeldt, quien junto a Konrad Lorenz, -del que es discípulo-, ha sido el especialista más representativo de la Etología Comparada.

Es un reflexión muy oportuna ahora que la condición masculina está siendo minuciosamente deconstruida y sometida a receloso análisis. Basta hacer un seguimiento continuado de los mensajes directa e indirectamente relacionados con los hombres aparecidos en medios públicos y campañas institucionales –la alusión permanente a la violencia machista, las medidas de discriminación negativa, la presentación habitual de la mujer como víctima de los privilegios masculinos- para constatar que la condición masculina está bajo sospecha y que los valores asociados a la masculinidad -racionalidad, idealismo, autoridad, jerarquía, afán de trascendencia, agresividad, fuerza, valor, heroísmo, competitividad, etc.- suscitan rechazo o desconfianza. Se ha impuesto la idea de que la masculinidad hegemónica es un artificio culturalmente construido para perpetuar la opresión de las mujeres, que debe ser proscrito, o en todo caso, reformulado de acuerdo con los principios de la equidad de género, aunque son pocos los que confían en la plausibilidad de esta opción.

Sin embargo, los estudios científicos de las últimas décadas no han hecho más que subrayar el peso del substrato biológico en los patrones de conducta de los hombres y las mujeres. A estas alturas, es muy difícil encontrar a científicos rigurosos que no reconozcan que basar las diferencias conductuales entre hombres y mujeres sólo en la cultura no es más que un mito caduco de la segunda mitad del siglo pasado. Un mito caduco para la comunidad científica, pero todavía muy influyente política y culturalmente, como acabo de explicar.

No olvidemos que Edward O. Wilson, el por fin admirado padre de la Sociobiología, fue cruelmente ninguneado por ideólogos de todo signo que lo convirtieron en su particular bestia negra, porque afirmaba que la psicología y el comportamiento social humanos hunde sus raíces en la evolución biológica, como cuenta muy bien Jesús Mosterín en su obra La naturaleza humana. Eso ocurría en la década de los setenta, pero en nuestros días, una neuróloga tan moderada y prudente como es Louann Brizendine –autora de la famosa obra El cerebro femenino- confiesa el malestar que produjo su defensa de una especificidad biológica femenina en círculos profeministas, donde muchos han contemplado su posición como una provocación innecesaria que traiciona la causa de la igualdad. Brizendine se esfuerza en argumentar lo erróneo de tal apreciación, pero se advierte el sinsabor que le ha producido semejante juicio a una mujer como ella, que se siente identificada con los postulados feministas esenciales.

Frente al exceso conductista de que todo puede ser remodelado por la educación, quizás nos convenga adoptar una perspectiva más modesta y conocer cuáles son los aspectos de las conductas masculinas y femeninas menos maleables y más resistentes al cambio. No propugno la sumisión a nuestra herencia genética, sino conocerla mejor, para librar con más efectividad nuestras batallas en pos de un mundo mejor. Para ello, contamos con un cerebro que nos permite dar respuestas creativas y originales a problemas insólitos y la especie humana se halla ahora ante el reto inédito de construir la equidad de género. Pero antes, debemos saber muy bien de dónde partimos.

Eibl-Eibesfeldt comenta en su imponente Biología del comportamiento humano. Manual de Etología Humana (Alianza, 1993, p. 303) que la propia Margaret Mead[2] –cuyas forzadas tesis culturalistas llegaron a ser tan influyentes- reconocía una disposición natural masculina y femenina del temperamento y se quejaba de que el modelo de vida occidental ofrecía a los hombres muy pocos roles emocionalmente satisfactorios debido a una sobrevaloración de las cualidades femeninas. Los hombres –auguraba- se iban a encontrar en una situación bastante difícil pues no tendrían medio de dar expresión a su función agresiva de defensor, filogenéticamente dada, y a sus deseos de valor indi­vidual. Mead propone que la sociedad organice las tareas masculinas de tal modo que den posibilidades de actuar a la disposición del varón a intervenir en favor de las personas próximas a él. Según Mead, toda sociedad que modifica la dirección del temperamento natural de un sexo en el sentido del otro sexo, contrariando su predispo­sición, se encuentra con dificultades... Los mundugumur padecerían por la virilización de sus mujeres, y los arapesh, por el contrario, a causa de la feminización de sus varones (dos de las etnias estudiadas por ella). Para Eibl-Eibesfeldt, estas constataciones de M. Mead en «Male and Female» (1949), que complementan fundamentalmente sus observaciones en «Sex and Temperament» (1935), tienen especial interés porque constituyen una de las raras ocasiones en las que Mead piensa en términos biológicos, oponiéndose a los que niegan la intervención de la biología en la determinación de los roles sexuales (p. 305).

Sin embargo, Mead adquirió su fama justamente por la tesis contraria: la de negar que del substrato biológico se derive algo más que unas mínimas predisposiciones naturales. En sus estudios intentaba demostrar que las conductas asociadas a la masculinidad no eran universales, y que por tanto sólo podían explicarse en términos culturales. El mensaje fue recibido con entusiasmo por el movimiento feminista porque restaba trascendencia a las diferencias sexuales biológicas en la configuración del entramado social. Por aquel entonces, Simone de Beauvoir propugnó la emancipación de la mujer a través de la actividad profesional y la reducción del matrimonio a un vínculo fácilmente revocable que no le comportara limitaciones específicas (legalización del aborto, control de la natalidad, reparto de tareas domésticas). Eibl-Eibesfeldt recuerda que Shulamith Firestone (1970) -consecuente con estos planteamientos- llegó a defender la sustitución de la reproducción natural por la artificial y la entrega de los recién nacidos a pequeños grupos de profesionales su crianza. Según decía, había que acabar definitivamente con el mitificado nexo madre-hijo.

Firestone parecía ignorar que su propuesta de prescindir del vínculo entre madres e hijos ya se había ensayado con resultados nefastos en los kibutz, establecidos en Israel desde las primeras décadas del s. XX. En coherencia con el feminismo utópico del primer socialismo, se dispuso que en estas comunas los niños recién nacidos fueran separados de su progenitores y socializados en hogares infantiles ordenados por edades y a cargo de puericultores especializados (p.320). Las mujeres quedaban así liberadas de la crianza y podían entregarse plenamente a la actividad laboral, liberándose de la dependencia del varón. Sin embargo, estos “hijos de la comunidad”, a pesar de haber ser atendidos por solícitos cuidadores, siempre concedieron más valor al vínculo con sus padres biológicos, aunque sólo compartían con ellos una hora de juegos por las noches. Como estudió M. E. Spiro, las mujeres de la segunda generación –las ya nacidas en los kibutz- acabaron rebelándose contra estos roles artificiosos impuestos en nombre de la ideología y decidieron recuperar su papel de madres y esposas en detrimento del trabajo productivo. Para M. E. Spiro, la conclusión era clara: cuando la manipulación ideológica del ser humano rebasa ciertos límites la naturaleza precultural acaba imponiéndose a los esfuerzos educativos.


Spiro comprobó también que una educación igualitaria no consiguió corregir lo que parecían tendencias innatas derivadas del sexo biológico. Comprobó que los chicos tendían a jugar con objetos grandes que exigían gran fuerza física y se identificaban con animales vigorosos o agresivos de su entorno (caballos, lobos, perros, serpientes...). Las niñas, en cambio, preferían los juegos verbales y de fantasía, en los que solían asumir roles típicamente femeninos como el de madre, a pesar de que no recibían ningún refuerzo social en este sentido, quizás porque necesitaban experimentar la función maternal. Una constatación que lleva a Eibl-Eibesfeldt a afirmar que “fomentar por principio la inseguridad respecto a los roles no puede ser una meta seria de nuestra educación” (p.328).


Desde entonces ha llovido mucho, pero pese a que la equidad de género se ha convertido en un valor irrenunciable y a que la mujer ha alcanzado la plena posesión de sí misma -como explica Lipovetsky en la Tercera Mujer-, persisten con todo las lógicas disímiles en cuanto a los roles sexuales. Aunque la presencia de la mujer en el ámbito laboral es cada vez más equilibrada y, aunque el nuevo modelo es la pareja igualitaria-participativa con una distribución más equitativa de las tareas domésticas es el nuevo modelo, lo cierto es que la mujer no es menos madre que ayer y no se ha producido cambio sustancial de los roles familiares de los dos géneros, que parecen vivir una prórroga de las normas diferenciales de los sexos ahora "recicladas mediante las del mundo de la autonomía". En todo caso, si algo se ha producido es un obscurecimiento del mundo del varón y de su papel como padre, pero ni siquiera eso ha supuesto una renuncia a su tradicional búsqueda de reconocimiento y de prestigio, un rasgo de la subjetividad masculina que parece irrenunciable.

Para escándalo de sus seguidoras feministas más entusiastas, Margaret Mead había escrito en 1949 (Male and Female): «El problema recurrente de la humanidad es definir satisfactoriamente el rol del varón ... de manera que en el curso de su existencia adquiera una sensación sólida de realización irreversible. El conocimiento en su infancia de las satisfacciones que produce el embarazo le habrá dado cierta idea de ese tipo de realización. En el caso de las mujeres bastará, para alcanzarla, que las condiciones sociales dadas les permitan cumplir con su rol biológico. Si las mujeres se muestran inquietas y críticas incluso con la cuestión del embarazo, esta actitud se deberá a la educación recibida. Pero para que los varones alcancen el sosiego y la certeza de que han llevado la vida que debían vivir, tendrán que contar, además de la paternidad, con formas de expre­sión culturalmente elaboradas de carácter duradero y seguro». Mead, pese a lo que tiende a pensarse jamás quiso etiquetarse como feminista y, reflexiones como las anteriores, de hecho provocaron el rechazo de muchas seguidoras que la acusaron de complicidad con la ideología patriarcal dominante.

Por supuesto, desde entonces esta condena se ha dirigido contra cualquier investigador que osase insinuar que los roles sexuales tenían una base biológica, llámense Eibl-Eibesfeldt, Richard Dawkins o Louann Brizendine. Incluso una antropóloga ponderada como Aurelia Martín Casares (Antropología del género, Cátedra, 2006, p.133) no tiene inconveniente en confesar que si las relaciones que la ortodoxia feminista ha definido categóricamente como “de género” (es decir, como creaciones culturales) se fundamentan en el sustrato biológico, se corre el riesgo de reforzar la dominación masculina y dificultar los cambios que el feminismo promueve. Más interesante parece la opción seguida por investigadoras como Tanner y Zihlman, Mascia-Lees o Smuts[3] que han optado por refutar con nuevos estudios científicos las conclusiones que les parecían precipitadas y sospechosas de masculinismo. Al menos, sitúan el debate en el terreno científico y contribuyen a depurar la ciencia de cargas ideológicas. Como sostienen estas investigadoras, el camino no es negar la importancia de las diferencias biológicas, sino evitar que estas se utilicen para justificar cualquier forma de trato discriminatorio.

En cualquier caso y por más reticencias que tengamos para aceptarlo, es evidente que la evolución humana no ha estado guiada por la equidad de género qua ha concebido el feminismo hegemónico; y, en cualquier caso, nuestros cerebros todavía tardarán mucho en cambiar y adaptarse a las circunstancias modernas y antinaturales en que vivimos actualmente. No somos como soñaríamos ser y por más bellos que sean nuestros deseos y fantasías, la realidad de nuestra herencia biológica se impone una y otra vez con tozudez. Por tanto, lo más sensato es explorar cuáles son los márgenes de maniobra de que disponemos y no forzar cambios irrealizables, que acabarán resultando inútilmente opresivos. Precisamente, si algo caracteriza el momento actual es la sensación saturación, de estrés y aturdimiento a que nos conducen unas formas de vida imbuidas de aspiraciones absurdamente irrealizables, porque están situadas más allá de nuestras posibilidades naturales. Y la ideología de género con su miedo al varón y sus consignas negadoras de la masculinidad natural no hace más que aumentar esa tensión asfixiante.

Por supuesto, no pretendo dejar nuestro destino sólo en manos de la biología. Si algo define nuestra condición humana es precisamente el conflicto permanente entre nuestra herencia biológica y nuestros valores y prácticas culturales. De hecho, la singularidad de cada uno de nosotros reside en la forma en que resolvemos las tensiones entre nuestro particular substrato biológico y el medio cultural en el que crecemos y maduramos. Es lógico, por tanto, que reflexionemos sobre los principios y conductas que nos pueden ayudar a vivir una vida mejor y más digna. Contamos para ello con un cerebro maleable y creativo, aunque lento adaptándose a las novedades y los cambios, y tendremos que respetar sus ritmos. La equidad de género ha de constituir un desideratum irrenunciable, pero que no puede comportar la negación de nuestra herencia biológica. Hemos de promover la construcción de identidades de género que favorezcan las relaciones equilibradas y satisfactorias, sin olvidar de dónde venimos y que inercias naturales siguen condicionando nuestra conducta. De lo contrario, esas propuestas se traducirán en nuevas formas de alineación o simplemente languidecerán como mera retórica hueca.

Lo cierto es que afortunadamente el ser humano durante milenios ha demostrado su capacidad para relativizar los máximos culturales más sofocantes y reducirlos a dimensiones plausibles, aunque las leyes y el poder establecido jueguen en contra. Quizás sea en el terreno de “lo plausible”[4] –expresión de lo que podríamos llamar la “sabiduría del pueblo” o el “genio” de la especie- , donde podremos hallar patrones de conducta realistas, dignos de ser promovidos.

Pero, repito nos no olvidemos de los orígenes. Eibl-Eibesfeldt[5] los resume muy bien en este interesante texto (p. 332-333):

La afirmación de que la cultura impone los roles de sexo a las personas culturalmente, como les impone las ropas que visten, no resiste un examen crítico. Existe un modelo universal de división del trabajo entre el hombre y la mujer que se da incluso en los pueblos de cazadores y recolectores, calificados de «igualitarios». Los varones representan el grupo frente al exterior, lo defienden en la lucha y los ritos y son quie­nes habitualmente logran la caza mayor. Junto con estas funciones, sobre todo la de representación hacia el exterior, les compete también el papel directivo —incluso en las llamadas sociedades matriarcales, en las que-los varones de la línea materna tienen el poder de decisión—. Además de estas esferas de dominio viril hay otras en que tie­nen la palabra las mujeres. Entre ellas se cuenta el ámbito socialmente muy impor­tante de la crianza de los hijos, así como el de la coherencia interna del grupo, un te­rreno todavía muy poco investigado. En los pueblos tribales hombre y mujer contribuyen económicamente con igual importancia, pero de diferente manera, al régi­men doméstico. Ambos son mutuamente dependientes en lo económico. Así, a lo largo de casi toda la historia se ha mantenido un emparejamiento cuasi simbiótico. Sólo en tiempos históricamente recientes se produjo el desequilibrio, con un predomi­nio económico del varón.

Hombres y mujeres están biológicamente condicionados por su constitución corpo­ral, su fisiología y su conducta para la diferenciación de los roles sexuales en la división del trabajo. Hombre y mujer se distinguen entre sí por su conducta, percepción y moti­vación. La mayoría de las diferencias son cuantitativas (sexualmente típicas) y algunas también cualitativas (sexualmente específicas). Las diferencias aparecen incluso cuando se actúa en su contra mediante la educación. Así, el kibutz se esforzó por dar una edu­cación «igualitaria» opuesta a los tradicionales roles de sexo. Pero a la revolución femi­nista le sucedió una contrarrevolución femenina, con una vuelta a los modelos familia­res tradicionales. Investigaciones sobre los juegos infantiles realizadas en el kibbuz pusieron de manifiesto que los niños elegían como modelos sociales a los adultos de su mismo sexo; las niñas, por su parte, imitaban en sus juegos sólo a la madre asistencia! entre todo el repertorio de modelos femeninos que se les ofrecían. Es evidente que tales preferencias están condicionadas por adaptaciones filogenéticas.


La influencia hormonal durante el desarrollo embrionario e infantil tiene gran im­portancia en el establecimiento de las disposiciones masculinas y femeninas...

La tendencia del varón al dominio se basa, sin duda, en una herencia que se re­monta a los primates. Dicha tendencia ha llevado, a menudo hasta el día de hoy, en mu­chos pueblos a la opresión de la mujer. Esta situación debe ser superada, cosa que no se logrará, si se siguen negando las diferencias existentes. Debemos reconocerlas, si quere­mos controlar aquellos ámbitos de nuestra conducta que gravan la convivencia. Las di­ferencias entre los sexos son, en su aspecto favorable, un reto para lograr la igualdad de derechos entre los miembros de la pareja, complementarios el uno del otro.

Macho

Hembra

comportamiento sexual

.más acoso, menos coqueteo

.el miedo reprime la conducta sexual

.menos acoso, más coqueteo

.el miedo no reprime la conducta sexual

crianza

.más acoso, menos coqueteo

.el miedo reprime la conducta sexual

.fuerte tendencia al cuidado de las crias (ya antes de la pubertad)

agresividad

.más agresión activa

.más juegos agonales en la juventud

.más defensa (también territorial)

.más capacidad para imponerse y .más iniciativa de mando

.más intervención social directa

. más comportamientos de prestigio

. más indagación del entorno (exploración) superior tolerancia al «arousal»

.menos agresividad activa

.menos juegos agonales en la juventud

.menos defensa

.menos capacidad para imponerse y menos

iniciativa de mando

.más disposición a avenirse y precaver

.menos comportamientos de prestigio

.menos gusto por la exploración

.tolerancia al «arousal» más baja

conducta social y socialización

. son más lentos en establecer entre ellos relaciones de confianza. . menor comportamiento social de contacto y asistencia (p. ej. de mutuo aseo del pelaje)

. mayor distancia social

. tendencia a la periferización social en el desarrollo

. tendencia más fuerte a la jerarquización social

. más comportamientos intimidatorios

. menos comportamiento imitativo de adaptación

(actitud más bien «individualista»)

. comportamiento espontáneo menos solapado,

.estrategias sociales más abiertas

. logran establecer con mayor rapidez relaciones sociales mutuas de confianza

. más comportamiento social de contacto y

asistencia

. menor distancia social

. falta de tendencia a la periferización social en el desarrollo

. tendencia menor a la jerarquización social

. menos comportamientos intimidatorios

. más comportamiento imitativo de adaptación (actitud más bien «oportunista»)

. comportamiento espontáneo más solapado,

. estrategias sociales más rebuscadas

Patrones de conducta sexualmente típicos de los primates catarrinos (según Ch. Vogel 1977)



[1] EIBL-EIBESFELDT, Irenäus: Comunicación y sociedad de masas. Una perspectiva etológica http://es.geocities.com/paginatransversal/irenaus/index.html



[2] El antropólogo australiano Derek Freeman sometió a severa crítica los métodos utilizados por Mead en Samoa y mostró el carácter sesgado de sus conclusiones etnográficas sobre la existencia de una sexualidad libre y abierta (Freeman demuestra justamente lo contrario), modelo que ella postulaba para la sociedad norteamericana.

[3] En http://www.posgrado.unam.mx/publicaciones/omnia/anteriores/41/08.pdf puede encontrase un buen resumen de las principales críticas realizadas por estas investigadoras y otras posteriores. Hay que señalar que las últimas investigaciones en genética y neurología parrecen reforzar las tesis opuestas a las sostenidas por estas autoras.

[4] Ninguna campaña feminista en contra de “la mujer-objeto del deseo masculino” ha evitado que las adolescentes renuncien al juego de la seducción característicos de las hembras de nuestra especie. Antaño, ninguna prédica religiosa consiguió reprimir eficazmente la fogosidad sexual masculina.

[5] Aunque el texto original data de 1984, ninguna investigación posterior parece haberle restado validez.

2 comentarios:

José Antonio dijo...

Qué bueno tu artículo y qué grandes tus conclusiones. Las comparto plenamente. No debemos confundir la igualdad de oportunidad con la igualdad de rol. Evidementemente la naturaleza nos ha hecho complementarios y no competitivos.

Hay que eliminar la preponderancia machista de estos últimos años y establecer relaciones de equilibrio, donde cada uno aporte según su naturaleza y modificando aquellos aspectos culturales que consideremos importantes.

El secreto no está en ser todos hombres directivos de grandes multinacionales (actitud biológicamente masculina), sino en revalorizar esa contribución tan importante que hacen las féminas.

Al final las cosas están tan claras, que no se entiende como en el siglo pasado se negaba que nuestros comportamientos estuvieran condicionados por la biología cuando fisiológicamente las diferencias son tan evidentes. Hubiera sido una incoherencia biológica habernos hecho para funciones tan diferentes en el cuerpo y en cambio, habernos dado una mente y rol con las mismas aptitudes.

Lamentablemente siguen preponderando estos ideales en la ideología actual, anticuados y caducos ya por la evidencia científica.

Cualquier cambio cultural debe venir desde el conocimiento de nuestra naturaleza y no desde el dogmatismo interesado.

Gracias por tan buen artículo. Te apunto en mi lector de feeds.

Anónimo dijo...

Saludos! Tu articulo me parece bueno y estimulante. La tematica no termina de ser compleja ni concluyente. De la historia, podemos aprender a no aferrarnos a una postura particular de modo determinante. Creo que una de las constantes historicas que mas detrimento humano han causado ha sido el rechazo a la diversidad y la libertad. Si a los hombres y las mujeres, a lo largo de la vida, se les dan las oportunidades y libertades de escoger entre distintas opciones, cuales serian realmente unos roles (inherentemente) femeninos y otros masculinos? Probablemente, una norma de cada grupo tenderia hacia unos y otros; no obstante, cuando las excepciones a esta norma se manifiestan, la intolerancia y los cuestionamientos los reprimen y nunca sabemos la cantidad de excepciones a la norma ni conocemos las aportaciones que nos brindarian. Creo que la mayoria, hombres y mujeres, no cambiarian la actualidad por una epoca anterior. Creo, tambien, que una mejor convivencia entre todas y todos es una que superaria determinismos y respetaria la humanidad por la humanidad misma; en su complejidad y diversidad libres.