Casi siempre los cambios se producen en la orilla y, sin duda, este aserto se está cumpliendo una vez más en la transición hacia las nuevas masculinidades (y feminidades). Basta pensar en los hombres separados o divorciados. Si alguna figura ha contribuido a normalizar la imagen de un hombre que cuida de sus hijos y se ocupa de las tareas domésticas es la del separado o divorciado. Seguro que en una futura historia de las identidades de género se reconocerá su decisivo papel. ¿Quién no conoce a alguien en esas circunstancias que ha asumido plenamente este rol antes asociado a las mujeres?. Lamentablemente, todavía son legión los hombres separados a los que sus exmujeres no les dan esa oportunidad, porque prefieren monopolizar la función parental, pero aún así, empiezan a abundar los ejemplos de este hombre nuevo que ya ha superado esa etapa de dependencia y subordinación doméstica en la que todavía siguen anclados la mayoría de los hombres.
Esos hombres han vivido una experiencia inédita y poderosamente transformadora: se han sentido por primera vez responsables únicos de sus hijos y de su hogar, protagonistas ineludibles en un ámbito que no habían acabado de sentir como propio. El complejo de incompetencia doméstica está tan interiorizado en los hombres que se asombran gratamente al comprobar que también es posible la vida doméstica a través del padre. Descubren que también ellos pueden ser competentes en la gestión de los horarios y ritos cotidianos (comidas, parque, cuadernos escolares, etc.), que la vivencia de los espacios y rutinas del hogar puede ser muy enriquecedora (cocinar, lavar, planchar, limpiar la casa, comprar la comida, la ropa de los niños , los productos de limpieza); y de cuán gratificante puede ser fomentar actividades que favorezcan las confidencias: jugar, pasear, comer y cenar sin encender la televisión, ver y comentar películas, leer juntos, etc.); o mimar las redes sociales (invitar a la familia, a los amigos de sus hijos, a los papás de los amigos de sus hijos). Esta aventura generalmente se produce en el contexto agobiante de unos tiempos escasos trabajosamente conquistados (fines de semana, alguna tarde entre semana), y bajo la presión permanente de unas leyes infamantes que les amenazan con constantes penalidades, algo que no hace sino estimular el anhelo de mayores dosis de esta nueva vida doméstica.
Sin embargo, vaya por delante que no pretendo hacer apología de la monoparentalidad, ni mucho menos. Considero la vida de pareja mucho más deseable que la del “single” con hijos. Pero, entiendo que un hombre que ha pasado por la experiencia de la separación está en inmejorables condiciones para reemprender de nuevo la vida de pareja sobre supuestos nuevos y mas adaptados al medio actual. De hecho, las familias recompuestas también están en la vanguardia de los cambios de los roles de género domésticos. En estas estructuras familiares de nuevo cuño, ninguno de los dos progenitores tiene la tentación de patrimonializar en exclusiva la parentalidad y la vida hogareña, o de automarginarse de estos ámbitos, sobre todo si ambos aportan hijos, porque a ambos las circunstancias les han obligado a desarrollar las competencias domésticas. En una familia recompuesta, es muy difícil que el padre renuncie al territorio doméstico recién conquistado durante su etapa de separado o que la mujer monopolice la gestión de la hogar. Se trata de un trascendental cambio de tendencia de las inercias tradicionales, y especialmente doloroso para las mujeres, que se resisten -más de lo que están dispuestas a reconocer- a perder terreno en el ámbito doméstico. Es evidente que existen estructuras patriarcales en la sociedad, pero también que la mayoría de los hogares siguen funcionado como poderosos matriarcados.
Por otra parte, en las familias recompuestas se ha aprendido la lección de un matrimonio fracasado y ambos cónyuges saben de la necesidad de cuidarse como pareja y de ser generosos, imaginativos y flexibles. Si se quiere sacar adelante una estructura familiar tan compleja, no valen los estereotipos, las convenciones tradicionales, ni las fórmulas preestablecidas. La creatividad es esencial para que este proyecto vida se consolide. Por eso, creo que estas familias están en la avanzadilla de los cambios de roles que exigen los nuevos tiempos.
Hay países como Islandia, que ya han realizado un largo recorrido en este terreno. En el reportaje de El País, que incluyo, puede comprobarse. Por cierto, me maravilla la normalidad social con la que se relacionan en Islandia los excónyuges con sus respectivas nuevas parejas e hijos. Un ejemplo de sabiduría emocional del que nos convendría aprender. Pero problemas los hay, por eso he recogido otro reportaje de La Vanguardia sobre familias recompuestas, elaborado con motovo de la publicación del libro Hermanos cada 15 días (Ed. Integral) de Nora Rodríguez.
Fragmento del reportaje “La buena vida” sobre Islandia
JOHN CARLIN. EL PAIS SEMANAL. 06-04-2008
El índice de natalidad más elevado de Europa + la mayor tasa de divorcios + el mayor porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa = el mejor país del mundo para vivir. Hay algo que tiene que estar mal en esta ecuación. Si se unen esos tres factores –montones de hijos, hogares rotos, madres ausentes–, el resultado tiene que ser la receta para la miseria y el caos social. Pues no. Islandia, el bloque de lava subártico al que se refieren estas estadísticas, encabeza las últimas clasificaciones del Índice de Desarrollo Humano del PNUD, lo cual significa que, como sociedad y como economía –en relación con la riqueza, la sanidad y la educación–, es el mejor lugar del mundo. Podría replicarse: muy bien, pero con sus oscuros inviernos y sus veranos nada tropicales, ¿son felices los islandeses? La verdad es que, en la medida en que es posible medir esas cosas, lo son. Entre otras estadísticas, un estudio académico aparentemente serio aparecido en The Guardian en 2006 decía que los islandeses eran el pueblo más feliz de la Tierra (el estudio posee cierta credibilidad, puesto que llegaba a la conclusión de que los rusos eran los menos felices).
Oddny Sturludóttir, una mujer de 31 años con dos hijos, me contó que tenía una buena amiga de 25 con tres hijos de un hombre que acababa de abandonarla. “Pero no tiene ninguna sensación de crisis”, dijo Oddny. “Está preparándose para seguir adelante con su vida y su carrera con una actitud perfectamente optimista”. La respuesta a la pregunta de por qué la amiga no piensa que sea una crisis lo que cualquier mujer de cualquier parte del mundo occidental consideraría una catástrofe ayuda a explicar por qué los 313.000 habitantes de Islandia son tan sensatos, alegres y triunfadores.
Existen, eso sí, otros factores más visibles. Los datos son abundantes: el país con la sexta renta per cápita del mundo; en el que la gente compra más libros; en el que la expectativa de vida para los hombres es la más larga del mundo, y para las mujeres está entre las más altas; el único país de la OTAN que no tiene Fuerzas Armadas (se prohibieron hace 700 años); el que tiene la mayor proporción de teléfonos móviles por habitante, el sistema bancario que más rápidamente está expandiéndose en el mundo, el increíble crecimiento de las exportaciones, el aire cristalino, el agua caliente que llega a todos los hogares directamente desde las cañerías naturales de las entrañas volcánicas, y así sucesivamente.
Pero ninguna de estas cosas sería posible sin la sólida seguridad en sí mismos que define a los islandeses, y que, a su vez, nace de una sociedad que está culturalmente orientada –como prioridad absoluta– a educar niños sanos y felices, con todos los padres y madres que sea. En gran parte es herencia de sus antepasados vikingos, cuyos hombres... al menos, tenían la coherencia moral de no mostrarse celosos por las aventuras de sus esposas, unas mujeres que se encargaban de alimentar a la familia en la dureza de tundra de esta isla del Atlántico norte mientras los maridos se iban de exploraciones por el mundo durante años. Como me explicó una abuela con varios nietos en mi primera visita a Islandia, hace dos años, “los vikingos se iban a otros países, y las mujeres eran las que mandaban y tenían hijos con los esclavos, y cuando los vikingos regresaban, los aceptaban con un espíritu de cuantos más, mejor”.
Oddny –una pianista esbelta y atractiva que habla alemán con fluidez, traduce libros del inglés al islandés y es concejal en la capital, Reikiavik– es un ejemplo contemporáneo de lo mismo. Hace cinco años, cuando estudiaba en Stuttgart, se quedó embarazada de un alemán. Durante el embarazo rompió con él y volvió a juntarse con un viejo amor, un prolífico escritor y pintor islandés llamado Hallgrimur Helgason. Los dos volvieron a Islandia a vivir juntos con el recién nacido y posteriormente tuvieron una hija en común. Hallgrimur adora a los dos niños, pero Oddny cree importante que su hijo mayor conserve una relación estrecha con su padre biológico. Así que, de forma habitual, el alemán va a Islandia y se aloja en casa de Oddny y Hallgrimur una o dos semanas.
“Las familias hechas de retazos son una tradición aquí”, explica Oddny, que no ha ido a trabajar y está en casa esta mañana de jueves para cuidar de su hija pequeña, a la que le duele el oído. “Es normal que las mujeres tengan hijos con más de un hombre. Pero todos son familia”. El caso de Oddny no es nada atípico. Cuando llega el cumpleaños de un niño no sólo acuden a la fiesta las distintas parejas de padres, sino también todos los abuelos, y flotas enteras de tíos y tías.
Islandia, situada en medio del Atlántico norte y con Groenlandia como vecino más próximo, estaba demasiado lejos para que nadie llegara hasta allí aparte de los más obstinados misioneros cristianos medievales. Es un país en gran parte pagano, como les gusta decir a los nativos, sin la carga de los tabúes que tanta inquietud generan en otros lugares. Eso significa que son personas prácticas y que van al grano. Y eso significa, a su vez, montones de divorcios. “No es algo de lo que estar orgullosos”, dice Oddny, con una sonrisa, “pero el caso es que los islandeses no se aferran a relaciones que van mal. Se van”. Y el motivo por el que pueden hacerlo es que la sociedad, empezando por los padres, no les estigmatiza. El incentivo de “permanecer juntos por los niños” no existe. Los niños van a estar estupendamente porque toda la familia se unirá a su alrededor, y lo más probable es que los padres sigan teniendo una relación civilizada, basada en la decisión, normalmente automática, de que la custodia de los hijos va a ser compartida.
La comodidad de saber que, pase lo que pase, el futuro de los hijos está asegurado explica también por qué las mujeres islandesas, pese a ser tan modernas (Islandia eligió a la primera mujer presidenta del mundo, una madre soltera, hace 28 años), persisten en la vieja costumbre de tener hijos cuando son muy jóvenes. “No estoy hablando de embarazos no deseados de adolescentes, que quede claro”, dice Oddny, “sino de mujeres de 21 o 22 años que desean tener hijos, muchas veces cuando todavía están en la universidad”. En una universidad española, una alumna embarazada es poco frecuente; en Islandia, incluso en la Universidad de Reikiavik, que está orientada hacia el mundo de la empresa, no sólo es habitual ver en la cafetería a chicas embarazadas, sino a otras amamantando. “Prolongas los estudios un año, vale, ¿y qué más da?”, dice Oddny. “Nadie piensa, por tener un hijo a los 22: ¡Dios mío, se me ha acabado la vida! Se considera una estupidez esperar hasta los 38. Nos parece muy saludable tener muchos niños. Todos los bebés son bienvenidos”.
Sobre todo porque, cuando una persona está trabajando, el Estado le da nueve meses de permiso por hijos remunerado, que pueden repartirse entre el padre y la madre como les parezca. “Eso quiere decir que los empresarios saben que un empleado varón tiene tantas probabilidades como una empleada mujer de acogerse a una baja para cuidar del niño”, explica Svafa (se pronuncia Suava) Gronfeldt, rectora de la Universidad de Reikiavik y antes alta ejecutiva. “El permiso de paternidad marcó el punto de inflexión para la igualdad de la mujer en este país”.
Svafa ha aprovechado la oportunidad plenamente. Con su primer hijo utilizó ella la mayor parte del permiso, y con el segundo fue su marido. “Yo estaba en un trabajo con el que tenía que viajar 300 días al año”, explica. Tuvo dudas, pero quedaron paliadas, en parte, con la seguridad de que su marido estaba en casa, y en parte, con la maravillosa educación pública que ofrece Islandia, y que empieza por las guarderías de jornada completa, hasta tal punto que las escuelas privadas son prácticamente inexistentes. “El 99% de los niños, tanto si sus padres son fontaneros como multimillonarios, acuden al sistema estatal”, dice Svafa.
El puesto de los 300 días era el de viceconsejera delegada responsable de fusiones y adquisiciones en una empresa de genéricos farmacéuticos llamada Activis, en la que trabajó seis años. Durante ese periodo, la compañía pasó de ser un pez diminuto a la tercera de su categoría, y compró 23 empresas extranjeras, incluido un gigante de Nueva Jersey por 500 millones de dólares en 2005. Svafa no sólo hace propaganda de su antigua firma –que dejó cuando ya no se sintió capaz de soportar el sentimiento de culpa por sus ausencias maternales–, sino que enumera varias de las mayores proezas empresariales que ha logrado su país en los últimos 10 años, un periodo de expansión en una economía tradicionalmente basada en la pesca. No sólo hay ya bancos islandeses en activo en 20 países; no sólo la empresa Decode, con sede en Reikiavik, es líder mundial en la investigación biotecnológica del genoma; no sólo las firmas islandesas están devorando empresas alimentarias y de telecomunicaciones en el Reino Unido, Escandinavia y el este de Europa, sino que Islandia es el líder mundial en fabricación de prótesis. “¿Ese atleta surafricano que ha perdido las dos piernas, pero que corre a velocidades olímpicas? Sus piernas artificiales se construyeron aquí”, afirma.
Svafa es una mujer vivaracha con el pelo corto y una mente aguda y llena de humor. Y su despacho es como ella. Espacioso, minimalista (tanto que no tiene ni siquiera una mesa) y moderno, con la limpieza del estilo nórdico; parece más bien un salón, y tiene unas vistas de morirse. Desde una ventana se ven los tejados rojos y verdes, como de Monopoly, de Reikiavik, hasta el puerto pesquero y el mar de color azul oscuro; la otra da a una cadena de montañas bajas y cubiertas de nieve. Es un paisaje bellísimo, pero muy duro para vivir, sobre todo en los mil años que Islandia estuvo habitada antes de que llegaran la electricidad y el motor de combustible. “No sólo hay que ser duro, sino imaginativo, para sobrevivir aquí”, dice Svafa. “Si uno no usa la imaginación está acabado; si se queda quieto, se muere”...
Las nuevas relaciones familiares
Mamá, ¿es mi hermano?.Hijos de distintas parejas conviven en los nuevos modelos de familia.
NÚRIA ESCUR – La Vanguardia. 09/07/2008
Ser padre o madre en una familia distinta de la tradicional implica desarrollar una gran capacidad para superar obstáculos. El concepto de familia se ha multiplicado y, como consecuencia, el concepto de hermano ha encontrado nuevos espacios y nuevos significados. Algunos desligados absolutamente de la tradición y sin vínculo sanguíneo. ¿Cómo afrontar toda esa nueva tipología de relaciones?
Aprender desde cero.
La capacidad para ser padres en el siglo XXI va más allá de lo biológico, exige un plus de compromiso. Todos empiezan desde cero. Ellos, los hijos, están aprendiendo sobre la marcha a tener nuevos modelos de "hermanos". Y los servicios sociales se replantean nuevas ayudas adaptadas a esas situaciones. Es labor de todos que el engranaje funcione en próximos lustros.
Amparo Valcarce, secretaria de Estado de Política Social, cree que las familias españolas están demostrando ser capaces de integrar nuevos modelos: "Hoy en día, las llamadas familias reconstituidas, es decir, con hijos de relaciones previas, son un fenómeno emergente que debe ser protegido socialmente y, como es lógico, la ley las contemplará como un modelo de familia más".
Todos esos desafíos futuros se perfilan en el libro Hermanos cada 15 días (Ed. Integral), que se presenta hoy en Barcelona, donde la pedagoga y filóloga Nora Rodríguez analiza los estereotipos e intenta dar respuesta a las preguntas que más desasosiegan a los progenitores: ¿cómo encontrar el equilibrio dentro de las nuevas familias?, ¿qué términos acuñar?, ¿qué significa nosotros cuando ese concepto sólo se pone en práctica varios días al mes o por temporadas?
Hoy en día las segundas o terceras reagrupaciones familiares superan, tan sólo en España, las 460.000. La primera advertencia es tranquilizadora: "No hay un peor o mejor modo de vivir en familia. No hay familias de primera categoría y familias de segunda. Hay hogares y cada uno de ellos tiene su identidad?". O lo que es lo mismo: en pocos años tal vez no haya que oír "mi familia es distinta".
Vínculos inexistentes.
Durante nueve años, Nora Rodríguez trabajó con niños conflictivos. Ha sido una pionera en el estudio de la violencia escolar con libros como Guerra en las aulas y Stop bullying, y también es la creadora del primer proyecto (Atenea) para frenar la violencia en los colegios.
Cree que la tipología de hermanos que propicia más conflictos es la de hijos de padres separados obligados a convivir con personas con quienes no hay una historia en común. "Tienen que crear vínculos inexistentes, y la única opción que encuentran es intentar que esos vínculos no sean muy fuertes, por si se rompen. Así se protegen".
Las actitudes resultantes son muy diversas. A veces desean estar con ellos pero también sienten rechazo. No hay que olvidar, insiste la especialista, que donde hay hijos de distintas familias hay detrás muchas personas adultas opinando sobre lo que deben hacer o cómo comportarse. "Eso les confunde".
Ser hermano o sentirse hermano.
Hijos de primeras y segundas parejas, hijos biológicos, adoptados y acogidos, hijos de padres separados, hijos de gais y lesbianas, hijos de familias monoparentales. Hermanos que se sienten hermanastros y hermanastros que se sienten hermanos.Encuentros y desencuentros de padres separados e hijos, hermanos que no se ven o no se conocen. ¿Cómo gestionar todos esos sentimientos? Partiendo de que no hay un modelo mejor ni peor, insisten los expertos.
A veces la solución está, sencillamente, en otorgar una palabra a la categoría: al referirse al "nuevo hermano" el sujeto lo llama, en lugar de "mi hermano", por su nombre de pila y así se zanja la historia. Según los expertos, el mayor problema de esos niños o adolescentes no siempre es entenderse con su nuevo hermano, sino saber qué es lo que se espera de ellos. Una vez aclarado ese terreno, la realidad resulta más fácil: es hermano quien se siente hermano. Pero en el primer caso el vínculo es instantáneo, mientras que para que surja el segundo hay que esperar bastante tiempo. En ese sentido, los padres son especialmente determinantes: pueden fomentar un vínculo evitando diferencias y comparaciones.
Cada quince días.
Lo que más sorprendió a la autora del estudio es que ser hermanos cada quince días, "si no hay otro contacto con las familias porque no se entienden, es muy complicado para los hijos". Para el que vive en la familia de origen es un estado de espera, siempre con mucha incertidumbre ( "no sabe nada de ese hermano que aparece y desaparece de su vida") y para el que va y viene puede ser una situación alienante ("lo que vale en una casa no vale en otra"). Para la pareja, un autodescubrimiento, una experiencia que realmente "les pone a prueba".
¿Y si no hay hermanos?
"El hijo, no hermano, más conflictivo es el único", explica Nora Carunchio de Giacomo, psicóloga y terapeuta familiar. Su experiencia profesional le ha permitido establecer cierta tipología de hermanos: "Los hijos de padres separados son habitualmente sobreadaptados, los hijos adoptivos o de banco de semen dependen de la comunicación familiar (siempre es mejor cuando no se les encubre información)".
Los dobles vínculos, admite Carunchio, pueden alterar las relaciones o facilitarlas: "Cuando se trata de hijos de distintos orígenes, nos encontramos con un exceso de tolerancia. Los padres deberían entender que decir no es el mejor fruto de amor a largo plazo, sea un hijo biológico o adoptado".
Los psicólogos advierten del síndrome de la madrastra
Existe lo que los psicólogos denominan oficialmente "el síndrome de la madrastra", causa de no pocas de sus consultas. Mujeres y hombres que se encuentran de repente con varios hijos que buscan protagonismo para reafirmarse en la nueva familia. "No eres su madre, pero la convivencia,el día a día, te obliga a tomar decisiones sobre ellos como si lo fueras. Tienes cierta responsabilidad, sobre todo si son menores, yresulta difícil encontrar el punto justo, llegar sin pasarte", explica Irma, 44 años, separada, que acaba de estrenar una relación. Entre los dos suman cinco hijos. El único instrumento que le ha servido a Irma, dice, es "tener claros los límites del sentido común y la educación. En los horarios, por ejemplo. Sugerir sin obligar. Hacer entender que vivir en comunidad, sea familia o no, implica unas obligaciones".
Otra cuestión es la adopción. Ana trabaja en el hospital Clínic. Tiene 46 años, dos hijos ya universitarios, otro de 8 años y una niña adoptada que llegó de China. "Ellos se sienten hermanos, por supuesto - explica-.
Les separa más la edad que su condición de ser biológicos o adoptados. La pequeña, por ejemplo, siente a su hermana mayor casi como una madre. Es la que le pone los límites".
Uno de los chicos que participaron en el proyecto Hijos cada 15 días, de Nora Rodríguez, tenía 18 hermanos, que sus padres habían tenido en otras relaciones. Los padres y sus ex ni se hablaban, pero él se encargaba cada año de llamar a los 18 y organizar una salida para verse. "¿La lección? Los hijos te enseñan". "Una familia es un grupo de gente que se quiere", concluyó un niño de 10 años en la consulta del terapeuta. No tuvo que volver.
¿Debemos llamar 'hermanos' a hijos de varias procedencias?
INÉS COTS DOMÍNGUEZ - Especialista en psicología clínica del hospital Sant Joan de Déu y del Institut Universitari Dexeus
En las sociedades contemporáneas, el concepto de familia ha sufrido notables cambios. El diccionario de la Real Academia Española define familia como "grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas" y hermano como "persona que con respecto a otra tiene el mismo padre o la misma madre". Si durante siglos la unidad familiar nuclear ha estado formada por padre, madre y los hijos de ambos, en la actualidad, tal vez como resultado de la caída de la tasa de fertilidad y el retraso de los primeros nacimientos, la creciente tasa de divorcios y nuevas relaciones posteriores con formación de nuevas parejas, entre otros, nos encontramos con organizaciones familiares de muy diversa índole. La pregunta sobre si tenemos que llamar hermanos a los hijos de diferentes procedencias es, por lo tanto, pertinente. ¿Debemos llamar hermano a un hijo adoptado de nuestros padres? ¿A los hijos de mi padre o madre, fruto de una anterior relación? ¿A los hijos del marido o de la mujer de mi padre o de mi madre, pero que no tienen ningún vínculo de sangre conmigo?
El papel educativo de la familia y el proceso de aprendizaje es importantísimo. Está cargado de experiencia emocional básica para el crecimiento. Meltzer y Harris, en El papel educativo de la familia (1989), postulan que "en el momento en que una familia es presidida por una pareja (no necesariamente los padres reales), esta tendrá que ocuparse de las funciones de generar amor, promover esperanza, contener el sufrimiento mental y pensar. Los demás miembros de la familia dependerán de ellos para estas funciones y, por lo tanto, para la modulación de su sufrimiento mental hacia un nivel compatible con el crecimiento".
Si bien es una realidad que en una misma unidad familiar pueden convivir los hijos de diferentes procedencias, no deberíamos caer en la indiferenciación. A veces en las familias tendemos a crear confusión fruto de esta indiferenciación, por no llamar a las cosas, y a las personas, por su nombre.
Todos tenemos un padre y una madre biológicos que nos han legado, además de nuestra vida, nuestra dotación genética. Tenemos un padre y una madre que ejercen la patria potestad de los menores, que en la mayoría de los casos son los biológicos, pero pueden no coincidir necesariamente, como en el caso de la adopción. Para que los niños puedan crecer e ir configurando su propia identidad, es importante que tengan claras sus referencias. Tener claro quiénes son sus padres, y quién ejerce el papel de padre o madre.
Por ejemplo, al marido de mamá, con el que convivo, y no es mi padre, puedo llamarle por su nombre, o puedo llamarle papá, aunque sé que no lo es, porque le quiero, y ejerce funciones paternas. En el caso de los hermanos ocurriría algo parecido. Los hermanos de padre y madre, los hermanos de sangre, aunque sólo coincidan con un progenitor, está claro que son hermanos. Si mis papás han adoptado a un niño, este será obviamente mi hermano o mi hermana, aunque no lo sea de sangre, y le podré llamar como tal.
Ahora bien, ¿cómo puedo llamar a los hijos de la pareja de mi padre o de mi madre con los que no nos une ningún lazo sanguíneo? Terminológicamente hablando no son mis hermanos. Sin embargo, el lazo afectivo que se establece puede llegar a ser muy intenso y fraternal, y más significativo que algunos lazos de sangre. La clave está en saber quiénes somos y quiénes son los otros, y en la calidad y la intensidad de la relación que se establece.
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