jueves, marzo 22, 2007

El amor que vence al mal

Me gusta asociar el amor a una fuerza heroicamente afirmativa que contra todo pronóstico vence al mal, porque consigue romper el curso de un pensar atrapado en su ruido doliente y acelerar la reemergencia del bien, sin reclamar compensaciones. Frente a una razón calculadora casi siempre lastrada por sutiles pasiones destructivas, el amor es un inteligente acto de rebeldía, que consigue la victoria del bien sin el alivio que proporciona el castigo del mal. El ejercicio del amor así entendido apuesta por el perdón incondicional como única opción superadora. Es un amor arriesgado, gratuito, incomprensible, que no busca éxito, ni reconocimiento. Es una apuesta osada por la bondad, que confía sin ingenuidad en el prójimo, en su instancia más noble, que confía cuando menos en el sentido profundo de tal proceder, en la belleza del gesto. No hay candor en un amor semejante, sino profunda sabiduría.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Como hay tantos tipos de amor, hablar del amor singular produce todo tipo de malentendidos. Creo que a lo que usted se refiere es a la caridad. Pero permita que dude sobre su "gratuidad" y que cuestione incluso la franqueza del amor cristiano, irrestricto y altruísta: ¿acaso los mismos santos no buscan secretamente el reconocimiento de su comunidad en el cielo?

Pero el amor romántico, sexual, se parece más a la primavera de Stravinksi que a la de Vivaldi. Jamás puede ser "gratuito", y no se puede basar en algo distinto que la búsqueda de reconocimiento.

¿Qué hay de malo en buscar el éxito?

Enrique Jimeno Fernández dijo...

Estoy de acuerdo en el carácter excesivamente genérico de mi entrada. ¿Caridad cristiana? Sin duda, el tipo de amor del que hablo se inspira en ella, pero yo no apelo al amor de Cristo, ni al Más Allá. De lo que hablo es simplemente de superar el círculo vicioso del mal, sin ignorarlo, negarlo o menospreciarlo, sino sencillamente no teniéndolo en cuenta, porque es mayor la confianza en reconquistar el orden del bien desde la afirmación amorosa, que desde la condena del mal.

Me parece más saludable levantarnos cada mañana con la disposición de afirmar el bien que la de denunciar el mal, empresa extenuante e internamente corrosiva. Creo que la única fórmula para combatir el clima de insatisfacción quejumbrosa y hostil que nos domina es dedicar energías a hacer cosas inequívocamente buenas y perder poco tiempo en reclamar a los que nos rodean “los bienes debidos”. ¿Qué sentido tiene llevar esa contabilidad cuando cualquiera de nosotros se sabe necesitado de perdón constantemente? La disposición a actuar desde un amor afirmativo, altruista y permanentemente abierto al perdón me parece un triunfo de la especie humana, una muestra de profunda sabiduría.

Actuar desde ese amor es predisponerse a “reconocer” siempre en el prójimo la posibilidad de hacer el bien, la única forma de reconocimiento que nos da seguridad y nos satisface. Actuar desde ese amor es aceptar el mal del otro, su menosprecio, su indiferencia o incluso su hostilidad sólo como punto de partida, confiados en la eficacia lenta y poco visible del bien. Actuar así es tolerar el mal, convivir con él, mientras promovemos el bien.

Actuar desde ese amor supone no entrar en el juego contaminante del mal, escapar ágilmente al rencor, fortalecerse en el bien. Un amor así nos compensa y nos conviene, aunque sólo sea como aspiración. Ese amor sí me parece un éxito íntimo por el que es legítimo luchar.

El reconocimiento al que apela el amor romántico, corporal, sexual, es de otra índole porque construye su vínculo sobre la base de una donación íntima, efectiva, exclusiva e integral.