martes, marzo 24, 2009

Ficción feminista y ficciones necesarias

Entre los logros indiscutibles del feminismo hay uno que no se ha ponderado lo suficiente, pese a ser una de las causas determinantes de su éxito: su capacidad de fabulación. El feminismo, y en especial el feminismo radical, ha conseguido crear a partir de una aspiración incuestionable –la equiparación efectiva de las mujeres a los hombres-, una más que discutible constelación de conceptos y juicios sumarios que amenazan con sepultar cualquier valoración sosegada y ecuánime de la realidad. Para muestra basta con pasear por cualquiera de los medios de comunicación y descodificar mínimamente los mensajes que acompañaron la jornada del 8 de marzo: “8 de marzo crisis mortal para el sistema patriarcal” (“este sistema patriarcal pretende mantener el acoso al cuerpo, alma, trabajos y deseos de las mujeres”); “8 de marzo: mujeres en lucha contra el capitalismo patriarcal, el racismo y la guerra”; “Ni dios, ni patrón, ni marido”; “8 de marzo crisis mortal para el sistema patriarcal que pretende mantener el acoso al cuerpo, alma, trabajos y deseos de las mujeres”; 8 de marzo...en lucha contra el feminicidio, la violencia machista, contra la explotación doméstica; contra el amor romántico; contra la feminización de la pobreza; contra los techos de cristal; contra los que cuestionan la exacerbación de la noción de género; contra "los nuevos machistas que se presentan como feministas"; contra los masculinistas que reclaman la custodia compartida; contra los energúmenos que critican el derechos al aborto de las adolescentes sin el consentimiento de sus padres; contra los que osan mentar el “invento” del síndrome de alineación parental; etc. etc.

El caso es que esta visión simplificadora y airada ha penetrado con una eficacia pasmosa en el imaginario colectivo y a golpe de campañas gubernamental, leyes discriminadoras y explotación mediática de la violencia sufrida por mujeres ha conseguido arrasar cualquier resistencia crítica y convertir en lógica la prevención y desconfianza sobre la condición masculina. Según el nuevo orden doctrinal, todo hombre ha de asumir la necesidad de leyes específicas que le limiten en sus derechos y que protejan a las mujeres y a la sociedad de las abusivas inercias que ha heredado de sus antepasados, del mismo modo que los hijos de Adán son herederos del pecado original.

¿Pueden los hombres redimirse de esta “mancha original”?. Ya he citado en este blog la airada protesta de una feminista durante unas jornadas sobre coeducación ante la propuesta -para ella inútil- de invertir recursos en la promoción de nuevas masculinidades. Desde luego, analizando el discurso feminista imperante, lo que se desprende es una desconfianza absoluta sobre las posibilidades de reforma de los hombres. Es más, la mayoría de las feministas sospechan que tras la pretensión de aunar feminismo y condición masculina se esconde una estrategia fraudulenta para enmascarar el machismo. Basta frecuentar mínimamente los entornos feministas, para detectar en el ambiente el “sólo para mujeres”. Digamos que la doctrina feminista, que tiene mucho de religión naturalizada, ha asumido muy poco del optimismo católico sobre las posibilidades de redención y simpatiza más con el sesgo característico del maniqueísmo. Según la nueva fe, la gracia siempre es femenina y sólo mujeres son las elegidas. El mal habita en los hombres.

Y, a poco que se profundice, pronto se descubre que en el discurso feminista un eje argumental subyacente que pasa por socavar la condición masculina para después superarla definitivamente, porque en ella reside la fuente del mal. Aunque este planteamiento no se explicite, resuena en la mayoría de las formulaciones feministas habituales.

Pero, a pesar de ello, el feminismo menos visceral y pragmático ha entendido que es más útil crear expectativas de redención en los hombres, que negarlas. Una vez asumida socialmente la mancha de la masculinidad, esa estrategia permite al feminismo convertirse en la instancia legítima que establece el itinerario de conversión de los hombres, evalúa sus logros y reconoce sus progresos.

Según el guión establecido, para intentar redimirse de los pecados de su género y sus malévolos efectos, los hombres han de convertirse al feminismo radical y abominar constantemente de su condición corrupta en señal de pública penitencia. A partir de este rito iniciático, y sólo si se ajustan fielmente al guión que le ha preparado el feminismo radical esos hombres se harán acreedores de cierta indulgencia, porque se habrán convertido en hombres desactivados, a la espera de una completa superación de la masculinidad, todavía en perspectiva.

De hecho, no es necesario bucear demasiado en los textos feministas que alientan el cambio masculino para constatar que no se reconoce ninguna especificidad masculina que merezca ser preservada. No olvidemos que los estudios de género definieron la masculinidad sólo como una enfermiza negación de la feminidad. La empresa masculina así presentada no es más que un empeño absurdo y obsesivo en imponer su negatividad, en imponer su ideología de dominio y violentar el orden deseable. [1] La única vía para alcanzar la vida saludable es la afirmación de las mujeres y la negación de la masculinidad. Una formulación en términos de lucha entre el bien y el mal con obvios resabios religiosos.

En este sentido, resulta de una inocencia suicida el afán de tantos hombres en ganar legitimidad y reconocimiento desde el feminismo, en especial si lo hacen desde el feminismo radical, que de hecho es el inspirador de los movimientos de hombres proclamados feministas. La fábula feminista es una ficción que ofrece muy poco espacio a una reconstrucción de las masculinidades que tenga en cuenta las especifidades masculinas. Esta tarea sólo podrá abordarse desde esquemas conceptuales incluyentes, no excluyentes.

Se trata de una cuestión de extraordinaria importancia porque ha tenido consecuencias jurídicas inasumibles. No olvidemos que el Tribunal Constitucional ha avalado que se sancione más al varón que a la mujer por amenazar a su pareja (si esta es femenina, se entiende) y ningún movimiento masculino por la equidad de género ha protestado. El carácter excluyente de las medidas adoptadas para combatir la violencia “de género” han permitido aberraciones como la de que el profesor Neira no pudiera beneficiarse de las medidas de excepción previstas para proteger a quien sufre violencia machista –él la sufrió por defender a una mujer- porque era hombre.[2]

Pero las derivaciones de la ficción feminista para los hombres son incesantes. Sin ir más lejos, la semana pasada el Ministerio de “Igualdad” anunció la creación del Consejo de Participación de las Mujeres en el que las organizaciones feministas tendrán una abrumadora presencia. El futuro Consejo de Participación del que la óptica masculina estará ausente emitirá informes y dictámenes sobre leyes que tengan que ver con temas de “igualdad”, analizará los Presupuestos Generales del Estado desde una perspectiva de género y propondrá al Gobierno iniciativas legislativas, entre otras funciones.

No deberían confundirse los feministas promotores de nuevas masculinidades esperando demasiadas deferencias de quienes gestionan la fábula feminista. El delegado del Gobierno para la Violencia de Género, el Sr. Miguel Lorente, ha sido taxativo al respecto: "los nuevos machistas se presentan como feministas". En su libro Los nuevos hombres nuevos refleja muy bien la profunda ira que provoca en el feminismo radical cualquier otra postura masculina que no sea la de autoflagelarse. Los hombres según Lorente sólo deben invocar la igualdad y cuestionar los roles tradicionales en beneficio de las mujeres y en perjuicio de ellos, nunca para justificar reivindicaciones específicas. Para Lorente, y para los/las feministas radicales, hacerlo equivale a disfrazar el machismo con nuevos ropajes como hacen los que reclaman el derecho a la custodia compartida (en realidad afirma lo hacen para “contrarrestar y cuestionar el hecho de que las mujeres sean consideradas como las idóneas para ejercer la custodia de los hijos”) o crean “el neomito” del Síndrome de Alienación Parental (“es imposible alinear a un menor contra un padre al que está unido afectivamente...” –dice Lorente con insuperable cinismo-)[3].

No sé que epítetos nos dedicará Lorente a los que además nos atrevemos a hablar de “denuncias falsas”: ¿machistas recalcitrantes? No lo sé. Lo que si sé es la opinión que merecemos a Paloma Marín López, jefa de la Sección del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género: “¡calumniadores!”. Aplicando una peculiar lógica invertida y maniquea sostiene que el hecho de que en 43.048 juicios por violencia de género sólo se hayan producido 28.364 sentencias condenatorias no supone que la se hayan producido denuncias falsas sino solamente que no se ha podido demostrar la culpabilidad de los hombres, ergo hablar de denuncias falsas es una grave calumnia contra las mujeres. El título del artículo es concluyente Las mujeres no denuncian en falso. Le falta añadir: toda denuncia femenina es verdadera y toda protesta masculina delirio, calumnia y mala fe. El artículo no tiene desperdicio e ilustra muy bien lo que pretendo explicar... “La mera difusión de insidias o sospechas no contrastadas lo único que revela –dice la autora- es un proyecto ideológico de perpetuar la discriminación contra las mujeres” [4]. ¿A la Sra. Marín se le ha ocurrido pensar en el escándalo que producirán sus palabras en los hombres que han sido víctimas no de “insidias y sospechas” ventiladas en artículos de opinión, sino de denuncias falsas realizadas en una comisaría? ¿Prefiere ignorar que muchas mujeres con afán de dañar y obtener ventajas en los litigios de separación y divorcio, utilizan las posibilidades que les brinda la ley de calumniar impunemente a un hombre y llevarlo un tribunal? Aunque lo absuelvan, nadie le librará de profundo maltrato psíquico que comporta una denuncia falsa, ni del oprobio de la duda, que la Sra. Martín insiste en apuntalar como un argumento a su favor.

En su última obra La pasión del poder (2008), José Antonio Marina habla de las ficciones necesarias, es decir de aquellas creaciones de la inteligencia humana que nos permiten sustentar nuestros sistemas éticos, jurídicos y políticos y sin las cuales sería imposible construir un proyecto de vida satisfactorio. Deberíamos preguntarnos si la ficción feminista que está calando hondo y dejando una huella profunda es la que necesitamos para promover una vida mejor. La plena equiparación de hombres y mujeres es irrenunciable y la regeneración de nuestras ficciones de género constituyentes[5] inaplazable, pero para que resulten viables y satisfactorias deberán ser incluyentes y superar el carácter excluyente del feminismo. Por ello, es muy importante que los hombres desde su especificidad se hagan oír, en lugar de inhibirse y renunciar a tener voz propia para hacerse perdonar.

Aunque Lorente ponga el grito en el cielo, ha llegado también el momento de hablar de la negación e invisibilización de los hombres. Joana Bonet lo hacía el miércoles pasado en un bello artículo con motivo del día del padre (“Papitos”, La Vanguardia, 19-3-2009), refiriéndose a una revolución silenciosa de la que se habla poco: la de la paternidad...

Liberados del manual de atributos que definía al "hombre de verdad", hoy son conscientes de que no hay una construcción de la identidad del hijo sin una construcción paralela de la identidad del padre. Pero la geometría identitaria tiene aristas y nuestra sociedad se topa con el lugar común del padre desentendido, o del que se entera de que tiene hijos cuando se separa.

La custodia compartida, las pensiones impagadas o las divorciadas que utilizan a sus hijos como seguros de vida protagonizan uno de los debates más tensos de la actualidad, larvas que envenenan el tejido social y que avivan la guerra entre sexos.


Lamentablemente el viernes en La Vanguardia se volvía a insistir en esos lugares comunes de los que habla Joana Bonet, redibujando con sarcasmo amargo la figura del hombre como insufrible egoísta, cínico manipulador y desvergonzado explotador...

"Amo", Clara Sanchis Mira

Si el mundo sigue girando y girando, y se da la vuelta como un calcetín, me voy a pedir un amo de casa. Un hombre que me limpie los baños por amor. Un hombre que sea capaz de encauzar su vida, su talento y su capacidad, a través del planchado de mis braguitas o los movimientos del aspirador. Que con eso le baste. Que se sienta realizado contemplando el hervor de unas patatas o de una simple coliflor. Un amo de casa que se ocupe de mis asuntos domésticos para que nada me perturbe y yo pueda expandirme, alcanzar mi pleno desarrollo profesional y concentrar todas mis energías en mí misma. Un amo de casa que me proporcione, además, el calor de una impagable vida familiar. Impagable, digo, porque no le pienso pagar. Vamos, mujer, esto está inventado desde la noche de los tiempos, es un asunto tradicional, y no seré yo quien le quite el encanto y la gracia, mezclando el dinero con un intercambio tan entrañable, exclusivamente sentimental. Porque mi hombre me hará el desayuno mientras me ducho, se ocupará de que no me falte nunca el desodorante, planchará mis camisas, bregará con las criaturas, fregará los suelos y cocinará a mi gusto porque es el dueño de mi corazón. Y a mí no se me ocurriría ofender su sensibilidad pagando sus servicios de alguna forma material, por Dios, como si él fuera un empleado de limpieza, un camarero, un niñero a sueldo o un freganchín. Nosotros dormimos en la misma cama, es muy distinto. Así que no le hablaré del uso de su tiempo, ni de trabajo remunerado y ni nada parecido, no habrá ningún tipo de planteamiento contractual entre nosotros, válgame el cielo, entre otras cosas porque sus atenciones no tendrán limitaciones de horarios, el amor verdadero, como las labores del hogar, dura 24 horas, y dura sólo 24 porque el día no tiene más. Eso no tiene precio. Y si yo pusiera dinero en sus manos, le estaría entregando la llave obscena de su libertad. Y mi amo, entonces, podría pensar que no le amo suficientemente, y una lágrima resbalaría por su barba. Nuestro amor será como el pegamento Imedio, esto lo sabremos muy bien los dos. Sobre todo él, que ya no sabrá qué hacer en su vida sin mí.Yes que las grandes responsabilidades, correrán de mi parte. Del verdadero trabajo que se hace fuera de casa y proporciona la subsistencia, será mejor que me ocupe yo. Y en el caso remoto de que su intelecto desentrenado sea consciente de esta diferencia entre nosotros, para no dañar su autoestima, no fuera que eso nos complique la vida y la cama, le haré creer que en el fondo manda mucho. Le diré que es el amo de nuestra casa, como su propio nombre indica, porque las palabras ayudan a laquear la realidad. Permitiré que tome sus propias decisiones con la temperatura de la lavadora, que escoja a su aire entre comprar melones o un kilo de melocotones, que sólo él sepa la mejor manera de freír un huevo, anudar bien la bolsa de la basura o doblar un pantalón. Me declararé una inútil en esas manualidades y le dejaré que se dé importancia. Que se erija a voces una autoridad en el arte de sofreír tomates y les grite a los niños como un loco si traen barro en los zapatos. Y si una noche llego muy cansada, con alguna cerveza de más, y me pone nerviosa que no pare de hablarme dando vueltas alrededor de mi sofá como un obseso, Dios no lo quiera, a lo mejor se me va la mano y le arreo un bofetón. Entonces me mirará tembloroso. Pero enjugará con el delantal la lágrima que descenderá por su barba, y sabrá perdonarme. Porque entenderá que vengo agotada de trabajar para mantenerlo, mientras él se ha pasado la tarde planchando la ropa delante de la televisión o relajándose con el aspirador. Y así la suave rutina renacerá en seguida de nuestro amor sin fin, y mi amo de casa planchará otra vez mis braguitas mientras yo compongo sinfonías, escribo libros, planto un árbol y hasta invento la electricidad.

20-III-09, Clara Sanchis Mira, La Vanguardia


Lo que decía, ¡urge hacerse oir! En el próximo post prometo un texto alternativo al de Clara Sanchis, que incluya la mirada masculina.

[1] La denuncia del carácter negador de la masculinidad se salda tautológicamente negando la masculinidad.

[2] Rosa Montero comentaba al respecto (“Hoministas”, El País, 03/03/2009): “El Constitucional acaba de avalar que se castigue más al varón por amenazar a su pareja (femenina) que al contrario. Bueno, si un tío con más fuerza que su mujer y con un perfil violento le dice a la esposa “te voy a matar”, como que da mucho más miedo que si es al revés, ¿no es verdad? Pero, aun así, esta discriminación legal por sexos me pone nerviosa. ¿Y si un energúmeno parecido amenaza a su pareja masculina? ¿Y si la señora que grita a su marido "te voy a matar" le envenena el café (también ha ocurrido)? ¿Y qué pasa con la mujer que amenaza a su novia y luego la aporrea? No confío en estas bienintencionadas leyes discriminatorias; temo que aumenten la inquina misógina y el ponzoñoso sentimiento victimista de esa horda de canallas que se dedica a torturar mujeres. Y, de hecho, la ley actual, que penaliza más a los hombres, no ha mejorado la situación del maltrato en nuestro país.”

[3] http://www.lavanguardia.es/ciudadanos/noticias/20090202/53631806359/los-nuevos-machistas-se-presentan-como-feministas.html

[4] Desde la entrada en vigor de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género se han alzado voces de distintos sectores que, reubicando el discurso ancestralmente construido para perpetuar la subordinación de las mujeres, pretenden descalificar la labor legislativa.

Esas voces incluso admiten de entrada lo inaceptable de la violencia machista, para pasar a elaborar seguidamente nuevas formulaciones al servicio de mantener la discriminación peyorativa contra las mujeres en sus distintas manifestaciones, una de las cuales, la más brutal, es la violencia. En este contexto, una de las principales ideas fuerza de esta estrategia es la de que las mujeres denuncian en falso ser víctimas de violencia machista. Para ello pretenden hacer equivalente libertad de expresión a derecho a publicitar sospechas, rumores y dudas -en ningún caso contrastadas-, cuando no meramente prejuicios, como es atribuir de forma generalizada a las mujeres la realización de actos delictivos mediante la presentación de denuncias falsas.

Es cierto que el Tribunal Constitucional ha incluido dentro de la libertad de expresión -diferenciando su contenido del de la libertad de información, sujeta al límite de la veracidad- las invenciones, los rumores o las meras insidias. Pero de ello no cabe derivar que estas expresiones contribuyan a la construcción de una sociedad más democrática o a la investigación de un fenómeno considerado como el crimen encubierto más extendido del mundo.

Los juristas conocemos bien las reglas que regulan el proceso penal, el sistema de valoración de las pruebas practicadas en juicio oral y el sistema de garantías construido en el Estado social de derecho a favor del acusado. También sabemos de la extraordinaria lentitud con que las víctimas de violencia de género van desechando temores y prejuicios que dificultan la decisión de romper el círculo de esa violencia y, con ello, el silencio que lo perpetúa. O las barreras que tienen que superar para poner en conocimiento de la Administración de justicia hechos que ahora constituyen delitos. Conocemos igualmente la escasa colaboración de las propias denunciantes en el proceso, vinculada en muchos casos con dependencias de distinto tipo (sentimental, económica...) del presunto agresor, ya que ello supone romper con el modelo de socialización que sitúa a la mujer en posición subordinada en la relación de pareja. Esta escasa colaboración incluso puede deberse a la falta de correspondencia entre las expectativas que tienen respecto a la denuncia -tantas veces formulada con la única pretensión de que cese la violencia- y las consecuencias de poner en marcha el proceso penal, que ha de acabar, si se prueban los hechos, con una sentencia de condena que, normalmente, impondrá pena privativa de libertad y, en todo caso, pena de alejamiento al agresor. Sabemos asimismo de la dificultad de prueba de unos hechos que se cometen en tantas ocasiones en la intimidad o sin dejar rastros físicos apreciables.

En este contexto, el sobreseimiento provisional de las actuaciones o el dictado de una sentencia absolutoria no implica que la denuncia sea falsa. La sentencia absolutoria impide considerar culpable al que venía acusado hasta el juicio oral, pero ello no equivale a inexistencia de la violencia. Significa que la acusación no ha introducido pruebas bastantes de cargo, con la consecuencia de motivar la absolución del acusado. Un buen número de sentencias absolutorias justifican la absolución precisamente en ello.

Esto impide, naturalmente, categorizar como culpables a los acusados absueltos. Pero no permite, ni mucho menos, hablar de abuso del proceso o de denuncias falsas. Sólo podrán considerarse tales las que así sean valoradas en sentencias condenatorias firmes contra mujeres por esos delitos, y ello exclusivamente respecto de las que en concreto resultaran condenadas. Las mujeres también son titulares del derecho a la presunción de inocencia.

La última Memoria de la Fiscalía General del Estado, correspondiente a 2007, refiere 18 casos en toda España en los que se ha deducido testimonio contra mujeres para la investigación de hechos que podrían revestir los caracteres de acusación o de denuncia falsa, que también podrían ser de falso testimonio, toda vez que en ocasiones las denunciantes se retractan de su denuncia, por una errónea concepción del perdón al acusado o por el deseo de evitar su condena. No consta, sin embargo, ni siquiera el resultado final de estas actuaciones, que bien pudieron ser sobreseídas o acabar en sentencia absolutoria. Y ello, según la estadística judicial, frente a 43.048 juicios celebrados en ese año por violencia machista, que han terminado en 28.364 sentencias condenatorias.

Sobre quienes afirman que las mujeres interponen denuncias falsas recae la carga de probar su existencia. La mera difusión de insidias o sospechas no contrastadas lo único que revela es un proyecto ideológico de perpetuar la discriminación contra las mujeres así como un escaso rigor en las afirmaciones que se dicen efectuar en el ejercicio de la libertad de expresión. Permite, en todo caso, identificar el propósito que guía tales aseveraciones y valorar su papel en la construcción de la sociedad democrática. EL PAÍS 09/03/2009

[5] “Entiendo por ficción constituyente aquella sobre la que se puede construir un proyecto real, de tal manera que si desaparece la ficción, lo construido se desploma”. MARINA, J.A.: La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, ed. Anagrama , Barcelona, 2008, p.210.